Palacio de Liria, en el museo como en casa
La apertura al público del Palacio de Liria, residencia actual en Madrid del duque de Alba, permite desde este jueves acceder al gran público a una de las colecciones de arte en manos privadas más imponente de España

“Están ustedes a punto de conocer no solo la historia de una familia a través de su destacadísima colección artística, sino además la de buena parte de la Historia de España y la del mundo”. Quien así se expresa, catégorico pero veraz, es Álvaro Romero, director de la Fundación Duque de Alba, y encargado de sus conjuntos artísticos, ahora reconvertidos en museo, cuyo Palacio de Liria en Madrid abre al público de forma permanente desde el próximo jueves, uniéndose así a otros inmuebles de la familia, como los de Dueñas, en Sevilla, o el de Monterrey, en Salamanca, que ya permitían el acceso a los visitantes desde hace unos años.
Y no le falta razón: la notable colección a la que ahora tenemos acceso explica buena parte del devenir del planeta, al menos desde 1434, fecha del privilegio rodado conservado en la biblioteca del Palacio, firmado por Juan de Castilla en favor de Gutiérrez de Toledo, entonces obispo de esta población, por el que se le donaba la localidad de Alba de Tormes, inicio de toda una saga que nos lleva a Carlos Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo, el XIX duque de Alba, la persona que ha decidido que las hasta ahora visitas con cuentagotas que se podía hacer al Palacio (los viernes, con una lista de espera de hasta dos años y medio, o en algún evento especial, como la participación de la institución en el festival Open House Madrid) se lleven a cabo con mayor frecuencia desde esta semana.
Independientemente de que esto se haga por una necesidad recaudatoria de su actual propietario (bien es sabido que las cuentas familiares no arrojaban el saldo positivo que al duque le hubiera satisfecho, razón por la que anteriormente se abrió Dueñas al curioso, y el pasado año Monterrey), pone a nuestra disposición una de las mejores colecciones de arte en España en manos privadas, con obras, como el retrato que Goya dedicó a la Cayetana de su tiempo, que están (o deberían estarlo) en la memoria de cualquier ciudadano de este país.

Tampoco importa que todo sea pura escenografía en la presentación de sus tesoros. Empezando por el mismo palacio. No podemos olvidar que el original, de 1770, en el que participó Ventura Rodríguez como arquitecto, fue destruido casi por completo –solo se salvaron sus fachadas– en la Guerra Civil por las bombas franquistas. Cuentan que fueron milicianos republicanos los que intentaron salvar su colección, en la que sucumbieron hasta 10.000 títulos de su biblioteca. Los trabajos de reconstrucción se alargaron hasta 1956. A lo que accede hoy el visitante de los 3.500 metros cuadrados que ocupa el inmueble es a 14 de las estancias que se distribuyen entre la primera planta y la inferior (la vida privada del actual duque, así como de su servicio, continúa en las dos superiores); estancias que desde que se idearon en los cincuenta por Cayetana de Alba, la madre del duque, nunca fueron pensadas para ser utilizadas (aunque las fotos o recuerdos personales que nos salen al paso nos puedan engañar en ese aspecto, con campos de los actuales monarcas, del último emperador japonés, de Felipe González o de miembros de la familia del propietario), sino más bien para disponer las obras como si de un museo se tratara. Un museo en el que ahora entramos y en el que unas alfombras marcan nuestro recorrido y unas catenarias nos separan de sus piezas más preciadas, mientras se recorren audioguía en mano.
Como decimos, estos espacios de Liria siempre fueron concebidos como si en un museo se hallaran, pese a que las obras que alberga (son más de 300 las que quedan al alcance del público) no se distribuyen u organizan con un criterio museográfico, sino por escuelas, después de un más que evidente trabajo de restauración de muchas de ellas (hasta 50), llevado a cabo durante los últimos 15 años, acelerado en los cuatro más recientes, en los que también se apostó por una nueva iluminación, que no en todos los casos las favorece, todo sea dicho de paso. Los pocos privilegiados que visitaron con anterioridad este lugar confirman cómo se ha reducido el número de objetos que las acompañan. “Digamos que el gusto del actual duque es más minimalista”, confiesa José Manuel Calderón, el responsable de los archivos y la biblioteca del Palacio de Liria.

Pero, ¿qué podemos esperar de estos recorridos, que se realizarán en grupos reducidos, de unas veinte personas, y con un precio de 14 euros, similar al que supone hoy entrar en el Museo del Prado? Estos se inician, tras superar la verja de entrada en la calle Princesa, 20 (una «frontera natural» que sitúa al Palacio en una especie de burbuja dentro del mismo Madrid), y atravesar su jardín delantero, por el zaguán principal, de corte neoclásico, donde un audiovisual sitúa al visitante ante la historia de esta señorial familia y del edificio que le sirve de sede en Madrid, con dos de sus fechas más memorables en el suelo: 1773, año en el que se le dio su mayor impulso constructivo, y 1953, el de la muerte de Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, XVII duque de Alba, quien decidió su reconstrucción tras la guerra), y que desemboca en una palaciega escalera que conduce a la primera planta, en cuyo techo, un friso en latín atribuido a Cicerón recuerda la máxima principal de la dinastía de los Alba: «Para los dioses inmortales, que permitieron que heredase estas cosas, no solamente para mí sino para mis descendientes».

En este emplazamiento se sitúa una de las piezas más antiguas del conjunto, una Afrodita Genetrix del siglo I d. C, que no por casualidad, bajo una imponente cúpula, se enfrenta a retratos que marcan los orígenes y devenires de la familia, los Alba frente a los Estuardo. A modo de antesala, el Salón que lleva este último nombre recuerda a los primeros miembros emparentados con la Casa de Berwik, entre los que se situó el primer Fitz James, que luchó junto a Felipe V en la Guerra de Sucesión. Fue de hecho su nieto el que mandó construir el palacio. Un tapiz de 1485 sobre la guerra de Troya y algunos bustos de Benlliure no pasan desaparcibidos en este área.
Pero es el Salón Flamenco uno de los primeros en dejar boquiabierto al espectador. Allí se sitúan algunos de los “highlights” pictóricos de esta casa-palacio: de los retratos de Rubens de Carlos V e Isabel II sobre el original de Tiziano que se perdió en la quema del Alázar de Madrid (y bajo el que descansa hoy una foto del actual duque) al lienzo “El camino al mercado”, del mismo autor, o la marina de Willen Van der Velde, la obra favorita del actual morador del Palacio. El Salón del Gran Duque quizás sea uno de los más escenográficos, así dispuesto para mostrar la grandeza de la Casa (y quizás por ello decorado con armas, armaduras y pendones), y donde los retratos de los primeros duques de Alba se rodean de tapices alemanes de Pannemaker, honrando la batalla de Mühlberg y rematados por el imponente artesonado que replica al original, con más de 20.000 piezas de pan de oro).

En el Salón Español se acumulan los nombres: Velázquez, el Greco, un Santo Domingo de Guzmán con la firma de Zurbarán o un San Onofre de Ribera, junto a retratos de Carlos II por su retratista oficial o un lienzo de la sexta Condesa de Miranda por Pantoja de la Cruz; todo ellos frente a uno de los desnudos mitológicos de Lavinia Fontana, a la que el Museo del Prado pronto homenajeará, y en cuya exposición participará esta tela de Marte y Venus. Porque la idea de la Casa de Alba, a pesar de contar ahora con su propio museo permanente, es continuar con su política de préstamos a grandes pinacotecas españolas.
Y llegan justo a tiempo para la puesta de largo las tres obras que formaron parte de la exposición dedicada a Balenciaga en el Museo Thyssen, como el retrato de Rosario Silva y Guturbay que luce ya en la Sala Zuloaga –en honor a su autor–, cedido para esa muestra pues se cree que iba vestida con un modelo del diseñador. Ella fue la madre de la madre del actual duque, cuyo esposo (y su perro Jacobo), también fueron inmortalizados por el pintor vasco, que firma aquí una de las obras más kistch del conjunto: un retrato ecuestre de Cayetana niña rodeada de algunos de sus juguetes infantiles (razón por la que aparece plasmado un Mickey Mouse en el imponente lienzo). En palabras de su artista, su primer y último retrato a un menor de edad, por la guerra que le dio. Dibujos de los duques, de Sargent, recuerdan la etapa como embajador en el Reino Unido del abuelo del actual duque, cargo del que dimitió por su lealtad a la Corona Española y a don Juan de Borbón con el ascenso al poder de Franco, el cual se encargó de requisarle el escritorio de Napoleón III, heredado de Eugenia de Montijo, que ahora podemos volver a disfrutar en su emplazamiento en Liria.

En el otro ala del palacio, el Salón Italiano, con una nutrida representación de pintura originaria de este país del siglo XV al XVII y donde sobresalen nombres como los de Tiziano (con una Última Cena atribuida a su taller), Broncino, Palma el Viejo o il Perugino. Lo que no podremos ver allí será la Virgen de la Granada de Fra Angelico, que en 2016 el duque decidió vender por veinte millones de euros al Museo del Prado en uno de sus capítulos más sonados en pos de sanear las finanzas familiares. Si aún le queda capacidad de asombro al visitante, desde aquí traspasará el dintel del Salón Goya, donde los retratos del genio de Fuedetodos de Cayetana de Alba y la Marquesa de Lazán bien se acompañan de seis lienzos de Mengs (incluido un autorretrato), una soberbia lámpara de La Granja y un escritorio que perteneció al mismísimo Napoleón, entre muchos otros tesoros.
Ponemos dirección a levante, donde se sitúan el Salón de Baile, con dos imponente retratos de la Condesa de Montijo y duquesa de Alba (la duquesa Paca, hermana de la emperatriz de los franceses), uno de ellos póstumo; el Salón de la Emperatriz Eugenia, con sus tapicerías y jarrones de Sevres; o el Comedor principal, única estancia en uso en la primera planta (razón por la que las visitas se interrumpen a la hora de comer) y en el que nos asaltan los cuatro extraordinarios tapices dedicados a los continentes de factura Gobelinos. También el Salón del Sueño de los Dioses, en el que abunda la magnífica colección de porcelanas del palacio.

Retrocedemos sobre nuestros pasos para volver ala planta baja y penetrar en una de las estancias que hasta este momento no se incluía en las visitas: la biblioteca. Una joya dentro de otra joya. Sus más de 20.000 volúmenes actuales (a los que habría que sumar los contenidos en otras estancias, como el Salón Flamenco, o las bibliotecas privadas del duque y su madre) quizás pasen desapercibidos ante la selección de documentos contenidos en tres grandes vitrinas: la de la Biblia de la Casa de Alba, del Maestro Calatrava, vinculada a la familia (tras pasar por las manos de, entre otros, Enrique IV, Isabel la Católica o la Inquisición) desde 1623 gracias al Conde Duque de Olivares, otro de los títulos de esta saga. Se trata de una de las primeras vertidas al castellano y de las mejor iluminadas del mundo. A su lado, el último testamento de Fernando el Católico (llegó a redactar 36; aquí se conservan cuatro), o el legajo más antiguo de la institución: una escritura de un cambio de propiedad de un prado de Soria, de 1026.

La vitrina Estuardo rememora la historia de esta aristocrática familia, con aportaciones como el título ducal del primer Duque de Liria, general fundamental en la Guerra de Sucesión (el que hizo caer Almansa y Barcelona del lado borbónico), cuyo hijo casó con una descendiente de Cristóbal Colón, lo que permitió que hoy contemplemos la tercera mesa con documentos. Sin abandonar aún esta, dos ediciones del Quijote, con un ejemplar de la primera de Madrid de 1605, o cartas y autógrafos de celebridades como Ingres, Alejandro Dumas, Merimé, Rousseau… Porque es la tercera vitrina la que más llamará la atención del visitante, donde la Historia de España se tocaría con los dedos si no fuera por su cristal: de la relación de tripulantes que el descubridor de América llevó en su primer viaje, a un mapa de su puño y letra de La Española, el primero. También misivas a su hijo Diego narrando su descubrimiento, con otras de los Reyes Católicos respondiendo a sus buenas nuevas y necesidades…

No fue el de Liria el único palacio de familia noble que se levantó en Madrid. Hubo otros como Medinaceli o Medina-Sidonia que no han llegado hasta nuestros días, pese a que este es en sí mismo una reconstrucción del siglo XX. Que el clasismo no nos impida admirar sus contenidos. Que no lo haga la envidia. Ya bastante hacen esas catenarias y esas luces duras contra los cuadros. Historia de España.

Texto publicado en el blog el 17 de septiembre de 2019