Cómo abordan los artistas españoles hoy el género del retrato

Al hilo de la exposición que el Museo Guggenheim dedica al retrato de David Hockney, nos ocupamos del uso que los autores españoles actuales hacen de este género artístico histórico. Una fórmula que hunde sus raíces en la pintura y que alcanza hoy la imagen virtual

«Falling From Grace», fotografía de Paco y Manolo

Oscar Wilde dejó escrito en El retrato de Dorian Gray que cualquier retrato realizado con emoción lo es tanto del autor como del sujeto plasmado, y algunas veces, incluso más. Nos lo recuerda Pierre Gonnord (Cholet, 1963), uno de nuestros grandes fotógrafos actuales, consagrado por completo a este género, caracterizado en su caso por el uso de fondos neutros y los modelos «regios», en los que la influencia del Barroco español, pese a su origen francés, es evidente: «Para mí, un retrato es el deseo de poder hacer caber toda la condición humana dentro de un único individuo, el mar en un dedal. Un ménage a trois donde interviene un sujeto, un autor y un espectador».

Junto al bodegón y al paisaje, el retrato ha sido siempre uno de los grandes géneros pictóricos que luego asimiló la fotografía, campo en el que se desenvuelve Gonnord. Sin embargo, coincide en su apreciación con una pintora, Chechu Álava (Asturias, 1973), a la que, sin embargo, le cuesta definir así sus cuadros: «Si me apuras, yo sólo parto de rostros, de cuerpos, pero mi idea es la de generar, entendámoslo así, ciertos iconos, estados emocionales. algo muy inasible». Álava, que llegó a la figuración desde la abstracción cuando se propuso «pintar el aire, la piel, imitar a los grandes maestros», considera que el verdadero retratista en la familia es su hermano Juan Fernández Álava. Para ella, éste es un género vivo, «lo que da pie a una obra irrepetible, realizado en una época con sus propias características y sobre una persona que es única. Es como esas muñecas rusas, que se llenan de otras muñecas rusas…».

Retrato de Pierre Gonnord

De una generación posterior a Gonnord y Álava, y aunque vienen de disciplinas distintas, tanto Jesús Madriñán (Santiago de Compostela, 1984 ), como Juan Francisco Casas (Jaén, 1976), coinciden en que el retrato es una manera de analizarse (así lo cree el pintor andaluz) y de analizar a su generación (en palabras del fotógrafo gallego). «Para mí, el retrato es una herramienta –explica Casas– para escribir mi propia biografía. Por eso retrato a gente que conozco, y que conozco muy intimamente, a la que primero fotografío para plasmar luego eso en papel o lienzo». Madriñán –que ahora presenta en Normal-Espazo de Coruña y hasta el 31 de diciembre As noites interiores, muestra donde reúne por primera vez sus series más conocidas: Good Night London (2011), Boas Noites (2013) y Dopo Roma (2016)– lo concibe como «una manera de entender el contexto para poder entenderme a mí mismo, y por lo mismo, para generar la imagen de una generación». En su caso, el género tiene que ver con la alteridad, y por ello sitúa ante su cámara a iguales, a ésos que «envejecerán» con él.

En todos estos casos hablamos de autores para los que el retrato ocupa si no toda, sí buena parte de su producción. No es el caso de Edurne Herrán (Alemania, 1978), que, interesada como Madriñán por las cuestiones identitarias, acudió a la foto (y al vídeo) para generarse múltiples personalidades en el proyecto Futuro Perfecto, que mostró la pasada primavera en el Centro Cultural Montehermoso (Vitoria): «En mi vida diaria, por mi forma de vestir o peinarme, siento discriminación, tanto negativa como positivamente. Por eso se me ocurrió poner en marcha un proyecto en el que jugar con las apariencias, ver cómo soy percibida en función de mi aspecto».

Los alter ego de Edurne Herrán para «Futuro Perfecto»

Lo primero que hizo fue generarse una gemela («algo que siempre deseé haber tenido»), que luego mandaban un currículum calcado a empresas con una foto totalmente distinta (para recibir respuestas también dispares). De ahí pasó a generarse diferentes personalidades –más ilustradas, menos formadas; más recatadas, más canallas; más acomodadas o con menos posibles–, disfrazarse con ellas y realizar diferentes experimientos (como la de pedirle a una pitonisa que le leyera la mano con sus once alter egos distintos). «Todo esto enlaza con mi impresión de que el retrato no tiene que ser sólo la imagen de una persona, sino que en ausencia, se puede generar la imagen de alguien. Y también que, por influencia del capitalismo, ese retrato se traza con los objetos que poseemos, los que exhibimos o mostramos».

También con vocación documental, pero girando su cámara hacia los otros, Mar Sáez (Murcia, 1983) comenzó a plasmar el desarrollo de la relación de Vera y Vitoria, cuyos últimos resultados se han inaugurado esta semana en la galería madrileña Pilar Serra. «Para mí el retrato es acercarse a una persona para captarla de la manera más sincera y fiel posible». Un «proyecto vital» –prosigue– en el que uno termina volcando parte de sí, aunque no aparezca en la foto: «Si te interesa lo que haces, inevitablemente apareces reflejado en ello. Yo me he propuesto visibilizar todas las formas de amor posible, por eso yo estoy en mis fotos, porque mis fotos plasman mi lucha por la igualdad y un mundo más justo». «Sólo las cámaras de vigilancia son imparciales», remata Gonnord.

«Familia rusa», de Chechu Álava

¿Y cómo se hace un retrato a cuatro manos? Paco y Manolo lo consiguen desde hace más de 20 años: «En realidad, es un retrato a cuatro ojos, pero casi, casi con una cabeza. Cuando entramos en un sitio, y sin hablarnos, sabemos que la toma se hará en tal sitio y de tal forma. No componemos las escenas, y tendemos a evitar todo lo superfluo –por eso no nos gusta el photoshop y hemos terminado tendiendo al desnudo–. Es la luz la que te dice cuándo hay que disparar. Y los dos terminamos emocionándonos casi instintivamente ante la misma toma cuando toca seleccionarlas».

Pese a ser un género con siglos de tradición, todos estos artistas coinciden en que para nada se puede hablar del retrato como algo estático. Para Gonnord, «cada época se nutre de todos los sedimentos de las anteriores». Álava resalta la imposibilidad de un retrato de ser «hijo de su tiempo»: «Cuando ves una peli de romanos de los setenta, hay algo en ello que te percatarta de que eso pertenece a esa década. Aunque yo intente pintar como los maestros antiguos, salta a la vista que mis cuadros son de nuestra época».

Fotografía de la serie «Dopo Roma», de Jesús Madriñán

Que ha variado, es algo innegable. Casas se ocupa fundamentalmente del cuerpo femenino, y él aprecia cómo se ha pasado de la representación de la mujer como pertenencia del hombre a «una mujer que decide cómo se ofrece al mundo y cómo quiere representarse». Porque el género ahora es más democrático: «Los modelos ya no son sólo reyes o nobles», apunta Madriñán. Eso y el fenómeno del selfie y las redes sociales, que traen a colación Herrán y Sáez, marca algunas de las peculiaridades de la disciplina hoy.

Les pedimos referentes. Los de Sáez son fotográficos: Sally Mann, Stieglitz, Araki… Pictóricos los de Álava (Balthus, Goya…). Los de Casas transitan por Rembrandt y Holbein, pero también por la foto amateur con flashazo incluido o la pintura japonesa del XVII. Paco y Manolo y Gonnord coinciden en Wolfgang Tillmans. Los primeros también se acuerdan de Jurgen Teller o de Diane Arbus; el segundo, de Rineke Dijkstra, de Shirin Neshat, de Mapplethorpe, de Cindy Sherman… ¿Hasta qué punto es necesario conocer al modelo? Básico para el francés, por eso éste necesita pasar tiempo en sus contextos para aprender de ellos («y por ello hay viajes que nunca llegaron al retrato, aunque fueron una vivencia bella, que obligan a regresar allí»).

Una de las obras de Juan Francisco Casas

Madriñán se describe a él mismo como un científico que coge una muestra de tejido humano. Entra en la escena y desaparece. «De hecho –relata como anécdota– me giro en el disparo. No quiero estar presente en ese momento tan íntimo». En su labor se produce la paradoja del empleo de una cámara del XIX para plasmar contextos absolutamente caóticos y contemporáneos, donde el resultado está bien alejado de su apariencia documental, por lo que exhala de onírico y poético. Para Álava no importa incluso que los modelos estén muertos (como Claude Camille), pero el vínculo con ellos es básico… Y para saber si se ha hecho un buen retrato, olvídense de la calidad técnica o el tiempo empleado (Paco y Manolo hablan de la maldición de «los cinco minutos del fotógrafo de prensa», que también han cultivado, como lo sigue haciendo Madriñán): Lo importante es que trasciendan a su época. Aquí todos responden de forma unánime.

Fotografía de Mar Sáez de la serie «Gabriel»

El retrato de Madriñán tiende con el tiempo a ampliar el encuadre. Es posible que en breve, con su llegada ahora a Madrid, se ponga a plasmar grupos. Herrán acabó harta de autorretratos, pero quiere que Futuro Perfecto salte a otras culturas, «para lo que me tendré que servir de otros». Sáez está inmersa en recoger la transición de otro joven trans, y Gabriel se llamará su próxima serie, en la que mezcla su propia fotografía con la huella digital que deja en redes su modelo. Álava quiere seguir potenciando su «vena alquimista», la que le lleva a convertir pigmentos en estados espirituales. Paco y Manolo se ven cada vez menos luminosos, incluso más interesados por el contexto («a veces lo que funciona para una foto es tan sólo una pared»). Todos ellos nos invitan a seguir mirándolos a los ojos y a seguir sus historias. Propias o tomadas a sus retratados.

«Sanuye y Hermes», de Paco y Manolo

Texto ampliado del publicado en ABC Cultural                                                                   el 11 de noviembre de 2017. Nº 1303

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *