«Me parece bien que el arte critique los males sociales, pero veo mal que no reconozca que también es parte de eso»
El ensayo «Teoría de la retaguardia» (Consonni), del crítico y comisario Iván de la Nuez, repasa los vicios y excesos del arte actual

Superadas las dos grandes utopías del arte del siglo XX –a saber: que cualquier objeto puede ser arte (Duchamp) y que todos podemos ser artistas (Beuys)-, al arte que se definió como vanguardista no le queda otra que redefinirse, que replegarse. Con esa filosofía escribió el teórico Iván de la Nuez (La Habana, 1964) Teoría de la retaguardia, su análisis para «sobrevivir al arte contemporáneo», en el que expone sus excesos y contradicciones.
¿Por qué le propone al arte no seguir apostando por la vanguardia sino acostarse en la retaguardia?
En el momento en el que escribía el libro me doy cuenta de que hacía cuarenta años que se había publicado Teoría de la vanguardia, el famoso libro de Peter Bürger, en el que él ya decía que la vanguardia se definía por la ruptura de las fronteras entre arte y vida. Si tu conseguías unificar arte y vida ya eras un vanguardista porque asestabas un golpe muy fuerte a la representación, que siempre ha sido el caballo de batalla del arte: el representar algo que no es. Cuatro décadas después, yo hago un pequeño guiño a ese texto dándome cuenta de que en una época como la nuestra en la que muchas cosas se han ido al garete, este no es el mejor momento para seguir hablando de esta relación arte-vida, sino que tiene más sentido relacionar arte con supervivencia. Parafraseando a Clausewitz, debemos buscar la continuidad de la vida por otros medios, incluso, yo diría, que por cualquier medio, incluidos los más precarios porque un superviviente no tiene mucho tiempo para escoger y no le queda otra que agarrarse a un clavo ardiendo. Mi aportación, mi homenaje, sin embargo, es humilde, espero que más fácil de leer que el de Bürger.

¿Por qué ha pecado más el arte contemporáneo para llegar al punto en el que se encuentra hoy, por sus excesos o por sus defectos?
El arte contemporáneo sufre de un problema que le ocurre a toda la cultura en general, basado no tanto en su dificultad como en su factibilidad. Hasta hace un siglo, contaba con unos medios de los que solo podían disponer los artistas y que hoy están a disposición de todo el mundo. Pero este problema cuantitativo lo comparte con la literatura debido a la autoedición, los millones de blogs, de redes sociales, de nuevas tecnologías… Por otro lado, hablando específicamente de su ámbito, a mí me parece grave cómo, pese a que son cien años que nos separan de Duchamp y su ready-made, que era un capítulo de la Historia del Arte, todos nos hemos convertido en extensión del mismo. En su época, tú cambiabas una cosa de lugar y la convertías en arte porque la resignificabas en otro espacio. Hoy las cosas son sustituidas por unas causas y los objetos por los sujetos. Ha llegado un momento en el que el arte busca fuera de sus espacios convencionales cierta legitimación, pero, al final, termina siempre regresando al museo para consolidar lo que ha obtenido de esa legitimación. Por eso el libro marca tres viajes: hacia la política, hacia la iconografía y hacia la literatura, y cómo es su regreso, siempre como algo menguante.
Hay un punto del ensayo en el que se dice que cuando el sector del libro se reúne es para hablar de literatura. Cuando lo hace el del arte, no es para hacerlo de arte, sino de intendencia: nombramientos, malas prácticas… ¿Eso es lo que evita que salga de su burbuja?
Eso crea una burbuja bastante importante, pero sobre todo crea algo que para mí es mucho más nefasto que es pensarse que la culpa siempre la tienen los demás. El arte está continuamente disparando a una serie de estamentos pero sin pararse a pensar un segundo su lugar dentro de esos estamentos o que pueda ser parte de ellos. Porque los que nos dedicamos al arte somos parte de un engranaje, algo que olvidamos. No hablar de nosotros mismos, no tener un mínimo de autocrítica, agrava aún más la situación, trasladándonos a resultados patéticos o peripatéticos, como tener un pie en la plaza del 15-M y otro en los petrodólares. Me parece bien que se critiquen los males sociales, pero lo que veo mal es que tú eres parte de eso. El arte ha sido avanzadilla de la especulación en barrios de Brooklyn, Barcelona, Berlín… Ha funcionado como una especie de ideología de la expansión económica con un Evangelio incoporado que lo exime de los otros problemas. Pienso que este libro en ocasiones no tiene importancia por lo que dice, sino porque lo dice. Es como si en arte no se pudiera hablar de dinero, no se puede hablar de intereses ocultos, de cómo la revolución o los procesos sociales, las grandes causas, son “encapsuladas”. Hay un coleccionismo de “lo revolucionario”, de “lo radical”. Todo el mundo sabe estas cosas, pero hay un pacto tácito para no hablar de ellas. Y ese es el meollo del texto: ¿seguimos hablando de arte contemporáneo o nos despedimos de él de una vez?

Tampoco se puede hablar de arbitrariedad, porque hay propuestas que se nos venden como maestras y son una cuestión de mercado, de contactos, no de calidad.
Es cierto que en el arte actual prima cierta arbitrariedad, pero, como bien dices, no es caótica. Lo es en la medida en que el poder es arbitrario en sus decisiones, pero no es aleatorio. Y todo tiene que ver con esa tendencia del arte de apropiarse de las ruinas de la caída del comunismo. No por gusto coincide su gran apogeo con ese momento en el que el comunismo se viene abajo. En la tendencia de “museizar” eso, de meter en el museo la revolución, se solapa con lo que decíamos antes de echar la culpa de todo a los demás, de asumir que el infierno son los otros. Y hablando de arbitrariedad, eso me lleva a hablar del tipo de ensayo que yo trabajo, porque a mí no me interesan tanto las causas de algo, porque casi todas son buenas, sino que yo prefiero tener como base de un estudio las consecuencias. Todo el mundo, antes o después, termina sentado en un banquete de consecuencias. Desde esa posición es desde donde yo prefiero instalar, muy humildemente, este ensayo sobre la retaguardia, y también sobre la discreción que siempre ha tenido la retaguardia con respecto a la vanguardia. El de la retaguardia es un lugar poco glamuroso, donde están a la vista todas las tuberías, donde todo se cocina; un espacio colectivo donde se cuida a los enfermos y vive la gente corriente. Y me llama la atención que no existan términos como el de “retaguardismo” o “retaguardista”.
No es muy condescendiente con el museo, el espacio que, en última instancia todo lo consagra. ¿Qué estamos haciendo mal en este sentido?
Para que un museo tenga cierta importancia en este mundo de la supervivencia tiene que ser un museo de las consecuencias, no un mausoleo de las causas. Y tengo la impresión de que todos hemos estados sometidos implíctamente a esta segunda cuestión, donde hay espacios intocables, donde todo es venerable, donde se mira pero no se toca o donde formas expansivas que el museo se jacta de propagar tienen un regreso a él de manera menguante, anestesiada. Yo no digo que no esté bien la expansión del arte, sino que es necesario llegar hasta sus últimas consecuencias. Cuando se viene el fin del comunismo, desde la derecha se habló del fin de la Historia (Fukuyama), mientras que por la izquierda se impone la teoría de Danto del arte después del arte. El recorrido entre esa Historia después de la Historia que tanto le interesaba a la derecha política es muy paralelo al del arte después del fin del arte que tan bien le ha venido a la «izquierda curatorial», como yo la llamo. La coincidencia es más que teminológica. Y hay algo necrófilo en querer seguir alargando la idea de lo contemporáneo como algo infinito. Hemos sustituido el término contemporáneo para referirnos a “lo que nos acontecía” por “lo infinito”. Eso hace que el arte contemporáneo no tenga cota, que no se acabe nunca. ¿Por qué? Si las condiciones por las que apareció están en un punto de agonía, de crítica y de reiteración hasta alcanzar una situación insoportable, vale la pena pensar en el fin del arte contemporáneo y plantearse otra cosa.
Si vuelvo a ese camino que dice que traza el libro en torno a la política, en sus páginas deja constancia de que mientras el arte se hace cada vez más político, la política se estetiza más. ¿Es la política otro mal compañero de cama del arte?
Yo creo que sí. Esta exageración de colocar la política en el centro de todos los discursos del arte contemporáneo, al final, ha sido negativo porque ha supuesto su fiel reproducción y su sublimación. Lo que yo le pido a la cultura, al arte, a la literatura, es que me ofrezca un espacio vital, visceral, que no venga dado por esas predeterminaciones. Hay un peligro claro de contagio: del arte a la política, que da pie a su performatividad, su sobreactuación, su imagen de que se ha dado un baño de estudios culturales, cuando la sociedad es mucho más que un departamento de estudios culturales de una universidad norteamericana… Pero también de la política al arte: y ahí está la demagogia, el hablar por los demás, la simulación, la búsqueda de un like a todo precio… A mí me chirría todo esto mucho.

Yo no he visto una izquierda mundial más pro-norteamericana que la que tenemos hoy en día. En eso tiene buena culpa el arte. El arte es la gran canalización de la manera como la sociedad entiende el punto de vista anglosajón, sobre todo el norteamericano, y me parece cuando menos curioso todo este tema. Cuando tú vienes del Caribe y vas a parar a una universidad norteamericana, los cultural studies y el multiculturalismo te parecen algo extraños, opresivos, que te encapsulan en una jaula, como en un zoológico, porque tú vienes de un mundo en el que en los años cuarenta ya se hablaba de transculturalización, de manifiesto antropófago, Lévi-Strauss y su cocción de la civilización. Vienes de una sociedad promiscua, mezclada; te interesa la cultura como mezcla, cocción y digestión, y resulta que aquí solo queda como representación. Eso es un paso atrás y un paso político que nos tiene que hacer pensar sobre cómo canalizar la representación a través del arte.
En verdad el libro marca su escaso optimismo en cuanto al multiculturalismo, la manera como se ha intentado incluir a los “otros”, a las disidencias, vistos además de forma homogénea. Habla de multioportunismo, que es casi peor que el buenrrollismo.
Siempre he sido muy crítico con estas estrategias multiculturales, que me parecen un colonialismo en la cuarta fase. Y me hacen plantearme hasta qué punto los estudios postcoloniales no son capturas de lo que denuncian. Hay un ejemplo básico: el arte contemporáneo asume en buena medida el Este eropeo, tras la caída del Muro, como “otredad”. Así lo recicla. Y lo une a “olteridades” como África, como Asia, como América Latina… El multiculturalismo es una especie de culturalismo múltiple que empieza a licuar ideologías específicas. Eso es curioso. Ya no hay una Guerra Fría, pero todo eso se pasa por un tamiz cultural desde el que hacer política. No es casual que tras la caída del muro, en 1989, la primera gran exposición multicultural, en el Pompidou, sea Los magos de la tierra, relacionado con un modo irracional de ver el mundo, una cierta tendencia a pasar la mano por el lomo de esas alteridades sin entrar en sus diferencias. Y de cierta homogeneización, porque en el 80 por ciento de las ocasiones la ecuación es curator occidental + artista del tercer mundo. En el libro, utilizo la metáfora de la limusina como imagen de la globalización que se pasea incontaminadamente ante la «alteridad» siempre que ésta no se convierta en mí y yo no me convierta en ella.
Me recordó el segundo viaje del libro, hacia la economía y las finanzas. “A falta de modelos culturales, hemos apostado por las marcas, las franquicias y las finanzas. Y a falta de valores contemporáneos, nos aferramos a los que parecen inamovibles: 2la sobredosis de cultura clásica”. ¿Qué contenidos son los que le toca al arte contemporáneo ofrecer?
Los contenidos serán siempre tantos como artistas haya. Ahora mismo hay una sobredosis en todos los ámbitos, también el económico. Pero prescribir contenidos nunca es bueno, y la Historia nos muestra muchos ejemplos terribles. Ahora bien: sí que es un problema el haber pasado de una cultura construida sobre fuentes escritas a otra que se construye, básicamente para muchos, sobre fuentes visuales. Eso hace que el papel del artista, como la del intelectual, tenga que cambiar, pues deja de ser ya un transmisor de conocimientos, puesto que los medios con los que trabaja son los mismos con los que se mueve la sociedad. Debemos entonces dar un paso, si no atrás, al menos a un lado, platearnos el rol del creador; discutir si debemos seguir con ese romanticismo o incluso esa politización que al final reproduce el mismo romanticismo y esa propia burbuja. Ahora mismo, el arte contemporáneo no es menos burbuja que otros estamentos. De ahí lo de la “emiratización” de la que hablo en el libro, porque en ese emirato, en esa burbuja, se admiten cosas que no se permiten en el resto de la sociedad, mientras se dice que se representa a esa sociedad.

Eso es el arte contemporaneo como franquicia dentro de otra franquicia...
Cualquiera que haya ido a la fiesta de una inauguración de una exposición o a de una bienal sabe que está viendo lo mismo que vio en otros lugares. Incluso, a veces, hasta a las mismas personas. Eso es lo más parecido a una franquicia, humana si quieres. Cuesta cambiar todo eso, hacerlo diferente. Antes había bienales que se diferenciaban. Ahora todo se parece a todo. Ya no sabes si estás en una bienal o en una feria, porque las bienales se comercializan y las ferias intentan intelectualizarse. Yo no doy soluciones a la gente en el libro, está narrado desde la perplejidad del que constata todo esto. Por ejemplo, cuando la literatura aborda el tema artístico, esta me aporta algo que no encuentro ni en la teoría del arte, ni en los museos, que es un arte que está hecho para no ser expuesto, que no es un objeto en sí mismo, lo que le da otra opción al arte y también a la literatura. Por eso siempre he pensado que los mejores museos de arte contemporáneo están en las novelas, y que ahí están las mejores teorías y, sobre todo, las mejores biografías de artistas. El libro aborda también si se puede escribir el arte de otra manera, si se puede escribir un arte sin imágenes, si se puede hacer arte para lectores.
Usted le pide ser más literario, menos literal, aunque sea en otro sentido, encuentra un bálsamo en la escritura… Sin embargo, ¿no cree que el arte se ha llenado también de palabras, de cierta verborrea intelectual, de archivitis?
Cuando yo digo que el arte necesita de palabras, me refiero, es cierto, a su urgencia para sugerir otras experiencias. Ya lo decía Blanchot, cómo un artista y un escritor son prácticamente lo mismo si consiguen eso. El arte está lleno de palabras, de teoría, que prácticamente no provienen de sí mismo. Utiliza el pensamiento casi como un objeto, como una franja económica de importación. Hoy sigo lo que dice este y mañana lo que dice el otro. Yo percibo una posición más modesta, que aún así estaba ya en grandes maestros como Duchamp y otros, que apuesta por generar su propio pensamiento; la que construye y arma una manera de pensar que deviene de su propia circulación interior. A mí que un artista, un comisario o una exposición me quiera dar su visión sobre El capital de Marx, pues seguro que está bien, pero seguro que es mejor distribuir el libro, acercárselo a la gente, que reflexione sobre él, porque en el fondo, tú lo que vas a hacer así es actuar como un ilustrador. Pienso que en el interior del arte hay un nuevo pensamiento, una nueva narrativa y un nuevo vocabulario que no es con el que nos atiborran, que ni siquiera los agentes del arte quieren seguir leyendo porque realmente no dice nada.
Es curioso, porque el ensayo subraya una evidente contradicción, la que aborda cuando habla de iconografía: el distanciamiento del gran público de la creación contemporánea, en un momento, el del gran orden visual, en el que todos nos creemos artistas con nuestras cámara en los móviles.
Para Marx eso era la utopía. Él decía que todos podíamos ejercer de artistas sin necesidad de serlo. La situación ahora es más grave porque se ha vuelto ontológica: todo el mundo puede ser artista. Ya hemos cumplido la utopía de Duchamp, todo objeto se puede convertir en arte, y la de Beuys, todo el mundo puede ser artista. Todos hoy somos fotógrafos. Cumplidas estas dos grandes utopías, de las que ya se hablaba hace cincuenta, cien años, ¿qué lugar ocupa hoy el artista, cuando además su labor, en muchos casos, la llevan a cabo otros? Por eso yo insisto en que la dificultad del arte contemporáneo no radica en su accesibilidad, sino en su factibilidad.
Apunta hacia el final: “Los artistas más interesantes son los que se apresuren a borrar su rastro”. ¿Me puede poner algún ejemplo?
El artista por naturaleza no se puede resistir a dejar un rastro. Eso lo dijo Michaux. Me parecen más interesantes aquellos que “mezclan”, con la literatura, por ejemplo. Hoy mismo repasaba el trabajo de Verónica Gerber Bicecci, que es artista hasta un momento dado, también novelista. Hay creadores que han optado por no generar obra nueva y darle una vuelta a lo que ya está hecho. Los percibo, y donde más los encuentro es en la ficción. Suena a añoranza, pero yo creo en ese tipo de obras que te puedes borrar de los ojos pero no de tu interior. Si todo el mundo puede dejar un rastro, y estamos locos por hacerlo en redes sociales, quizás el trabajo del artista, ahora, es borrar el suyo, depositar incógnitas en el ámbito de la visualidad contemporánea. Una de la cosa que tenemos que aprender hoy es a no ser visibles.
Imaginemos que finalmente el arte contemporáneo no sobrevive, que muere. ¿Qué debe poner en su epitafio?
Un siglo fue suficiente.
Se nos está haciendo muy largo.
¿Tú no quisieras vivir cien años?
Solo en pleno uso de mis facultades mentales. Con buena salud.
Eso desde luego.

Texto ampliado del publicado en ABC Cultural el 26 de enero de 2019. Nº 1.362