«Hay formas muy educadas de ser racista»
Tras cinco años labrándose un buen currículum en el extranjero, Marco Godoy vuelve a (su) Madrid con importantes proyectos. En ellos continúa indagando sobre el poder y sus persuasivos hilos

Ríe cuando le recuerdo que es el chico de moda. No es para menos. Acaba de clausurar un «Proyecto Estrella» en la galería Max Estrella, mientras prepara individual en la Sala de Arte Joven de la Comunidad de Madrid (desde el 25 de enero) y formará parte de los agraciados de una ayuda Generaciones de La Casa Encendida (desde el 2 de febrero). Él prefiere seguir indagando en el poder como ficción y sus múltiples manifestaciones («hasta un ferretero te demuestra su superioridad cuando te corrige porque no te sabes el nombre exacto de una escarpia»), tras una estancia de cinco años en el extranjero, en la que dio el pelotazo con Reclamar el eco en el Palais de Tokyo (París), apadrinado por Matadero-Madrid, donde ahora conversamos con él.
Le pillamos en pleno rodaje en Matadero. ¿Qué le trae hasta aquí?
En Matadero-Madrid estoy grabando el vídeo con el que acaba el recorrido de la exposición de la Sala de Arte Joven. El proyecto se llama “La distancia que nos separa”, que se compone de dos instalaciones y un vídeo, con alguna pieza satélite.
¿A qué distancia se refiere el título?
He pretendido que el título suene ambiguo pues de lo que se trataba era de representar cómo se construyen las fronteras, pero no sólo las físicas, sino también las económicas, las mentales… Me interesa apuntar cómo muchas de esas fronteras son ficciones, pero siempre me interesado resaltar cómo el poder es ficción, de forma que las fronteras y toda la legalidad en torno a las mismas juega con esos parámetros. He querido analizar la arquitectura de algunas de estas fronteras y, además, tratar el asunto de una manera más emocional. Para mí es fundamental alcanzar un equilibrio a la hora de abordar algo que es un conflicto, abierto y sin solucionar, pero a la vez, muy personal.
Es fácil definir lo que es una frontera física, ¿pero qué mecanismos intervienen en la elevación de esas otras fronteras mentales?
En el vídeo, hay un momento en el que el actor pregunta: “¿Cuál es la distancia entre el salario más pequeño y el más abultado?”. No hay respuesta a esa pregunta. ¿Y cuántos centímetros hay entre tu posición ideología o la mía? Hay muchas formas de infligir poder, que va desde comportamientos sociales, económicos… Acabo de volver del Reino Unido tras una estancia de cinco años y he descubierto que hay formas muy educadas de ser racista. Fórmulas muy sutiles que al final marcan una división, que te hacen sentir por encima, o a un lado y no en otro.

¿Me puede poner un ejemplo?
Cuando alguien entra en una fiesta, y eres rechazado solo por la ropa que llevas. Y esos mismos códigos, ojo, se repiten en el mundo del arte, y tienen que ver con grupos de empatía, gente que se relaciona entre sí como lo hacen las tribus urbanas. Existe racismo entre suecos y finlandeses, que luego reproducen noruegos con suecos, por muy Primer Mundo que sean. Entre los países se dan construcciones jerárquicas. En España todo el mundo sabe cómo se llama el presidente francés, pero casi nadie sabe quién está en el gobierno en Portugal. Estos comportamientos se construyen con la Historia, y nosotros heredamos la relación sin cuestionarla. Eso me fascina, y afecta al final a cómo regulas la ley, cómo regulas la tierra, cómo regulas los cuerpos dentro de esa ley…
Y todo eso, ¿cómo se materializa en la exposición?
De dos formas: de un lado, yo he ido recopilando vallas del norte de Europa, pues allí hay una tradición de armamentar las vallas que es muy curiosa. Lo que se busca de alguna manera es que sean lo más agresivas posible, pero, también, camuflarlas. Por eso tienen motivos florales, lo que no evitaría que te desangraras si saltas. La arquitectura de la intimidación busca camuflarse. Pero es algo normal entre los británicos, obsesionados con la propiedad privada. Dado que llevan 300 años dividiendo una tierra que era de todos y dividiéndola en pequeños fragmentos, tienen también una buena tradición en lo que a vallas se refiere. Con algunas de ellas monto una instalación en la sala. Me llama la atención cómo hemos copiado formas que la Naturaleza usa para defenderse a sí misma; mecanismos para defendernos no de otros depredadores si no entre nosotros mismos. Y hago una referencia visual entre estas vallas y plantas.
Por otro lado, también constaté cómo en Londres los disturbios se han mantenido en los mismos barrios en los últimos 50 años. Que se repitan los asaltos en las mismas esquinas significa que el conflicto no se ha solucionado y, sin embargo, cada vez que se produce un disturbio parece una cosa nueva. Estos actos son como la manifestación máxima de una rabia, además, muy desorganizada. Me preocupa como artista cómo acercarme a ellas sin usar las imágenes que todos manejamos de las mismas. Me interesaba hacer un ejercicio casi de restauración con algún «documento» que tuviera que ver con algo de eso. Y mi respuesta ha sido emplear un coche que se usó para un alunizaje que, restaurado, se introduce en la sala de exposiciones. Este es un objeto que ha sobrevivido a todo aquello, pero que a la vez tiene que ver con la desigualdad. En la sala final, el vídeo hila todo el recorrido.

“Más allá de la crítica, toda obra debe ser concebida como una forma de aprender del pasado y entender el presente para imaginar el futuro”. La frase es suya. ¿Eso es otra forma de entender el arte político?
Sin duda. El conflicto tiene a veces tanta gravedad que impide avanzar. Pero también hay que tener en cuenta que dentro del arte político hay un montón de prácticas, y autores, que no tienen intencionalidad política y sus contenidos son muy potentes. Si te soy sincero, a mí no me interesa tanto la visualización del conflicto en una obra; recurrir al problema para hablar de él. Para eso ya tenemos las imágenes de los medios de comunicación. Yo siempre me planteo cómo alejarme lo máximo posible de estas imágenes para hablar de una situación. Justo antes de esta muestra tuve otra individual que tenía que ver con los bordes europeos, colaborando con refugiados que habían cruzado las fronteras desde Siria de manera ilegal. A mí me interesaba cómo se enfrentaron a esta experiencia y cómo serían capaces de narrarlo sin recurrir a las imágenes de siempre de los botes hundiéndose, las mafias… La pieza se concretó en un teléfono desde el que uno de estos refugiados le contaban al que lo usaba una anécdota de su viaje. ¿Cómo podemos competir con las imágenes mediáticas para intentar reconstruir un conflicto con otras cosas que se nos suelen escapar? Estos son los trabajos que también me interesan como espectador…
Todo esto nos llevaría a hablar de la dicotomía ética y estética.
Lo que ocurre es que hablar de “arte político” es como intentar matar moscas a cañonazos. Las formas de abordarlo son casi inabarcables: hay fórmulas más activistas, otras más afectivas… Es fácil que el término se nos escape. A mí lo que me importa es hablar de cosas que en el fondo me afectan. Si son muy abstractas y no tengo conexión con ellas, me cuesta más. Estos lenguajes cuentan también con sus propias contradicciones. ¿Cuáles son las puertas traseras que podemos tocar? No creo que podamos cambiar nada de golpe desde el arte, pero sí que me parece importante ir erosionando ciertos pensamientos. En esta exposición me parecía importante introducir estas vallas en la sala porque, cuando las tienes cerca, intimidan. Hay cuestiones como la escala, lo afiladas que están (siempre están altas, siempre están lejos) que no se perciben hasta estar frente a ellas…
Usted hace más hincapié en los conceptos de “efectividad” y “afectividad” de la obra.
En el entorno activista, del arte político, se suele poner más el acento en la efectividad del trabajo. Para mí todo tiene que ver más con la afectividad. Quizás hay que hablar menos en términos ideológicos y más en términos de empatía. En el fondo es lo mismo, porque los términos ideológicos ya no nos pertenecen, se relacionan con lógicas muy superiores. Soy consciente de que si alguien entra en la sala tengo como mucho 5 minutos para “estar con esa persona”. Pero si hay algo que me preocupa por encima de todo son esas imágenes que faltan. Y no es que yo las vaya a encontrar, pero si estoy intentando entender un conflicto como la crisis migratoria o la Guerra Civil, sé que hay imágenes que es necesario reconstruir sin que yo haya podido verlas. Mis trabajos, en cierto sentido, son ejercicios en esa dirección.
Me interesa también esa noción suya de que el lugar expositivo no es un mero contenedor de obras, si no, en ocasiones, la obra misma. ¿Por qué esto es importante?
Hay situaciones que te permiten que eso sea así. Para la expo que te comentaba antes, por ejemplo, había una buena oportunidad para incluir cuestiones que estaban presentes en el conflicto pero que no eran físicas: que haya una luz determinada, que haya una temperatura determinada, que se den unas condiciones que “pesan”. Y esos ejercicios, quizás no caben en otros espacios. Me gusta que las expos incluyan cuestiones que no tendrían lógica en cualquier otro sitio.

Habla de la existencia de “ficciones necesarias” que el poder usa para mantenerse y que usted contrapone con “nuevas ficciones”. ¿Dónde reside la potencialidad del vídeo?
El poder en sí no es ficción. Si yo tengo un bate y te amenazo, eso no es ninguna ficción. Sin embargo, si yo quiero que me obedezcas a lo largo del tiempo, no valdrá con que yo te enseñe el bate todo el rato, porque está feo y porque te acabarás rebelando. ¿Cómo legitimar esa posición? ¿Cómo convencerte? Hay métodos, escenografías, códigos y materiales para conseguirlo. Y algo de mágico ha de rodearlos porque a lo largo de la Historia siempre han funcionado. El poder es listo, porque no deja de crear nuevas estrategias… en las que nosotros seguimos cayendo.
Porque dan seguridad…
Eso es. Todo eso son ficciones que ordenan y, sobre todo, aportan cierta calma. Si yo te digo: “Este espacio siempre va a funcionar de la misma manera”, te tranquilizas. Y, en cierta forma, te gusta que exista esa autoridad. El problema es que si queremos salir de eso sin acudir a la violencia, porque no me veo ahí, me siento más cómodo con lo visual, creo que las herramientas más efectivas para negociar esas estrategias son las del vídeo.
De ahí una de sus obras memorables, la de aquel coro que cantaba las consignas del 15-M con música de Purcel. Y que le llevó al Palais de Tokyo de la mano de Matadero-Madrid, donde ahora estamos.
Cuando estalló el 15-M, esas imágenes pertenecían a un grupo determinado. Ese grupo se amplió: ya no sólo eran los típicos de izquierda que iban a las manifestaciones, más diverso; y a mí me preocupaba cómo explicárselas a alguien que no empatiza con esto, porque si le muestro imágenes de las protestas, el margen de diálogo va a ser mínimo. Siempre pienso en mi abuelo, cómo le puedo hablar de lo que ocurre y que él se acerque incluso sin saber que lo está haciendo. La pieza del coro tenía ese sentido: cómo mostrar la protesta sin enseñarla y de forma que tenga presencia en el espacio expositivo.
En el fondo, son estrategias parecidas a las del poder: conocer al enemigo para no asustarlo y persuadirlo.
Pero una cosa es poder y otra “empoderamiento”. Ojalá fueran las mías estrategias de empoderamiento. Darme cuenta de que cualquier protocolo es una escenografía me hace respetarlo menos. Por lo menos, ser más crítico. Y no se trata sólo de hablar de poder: también de la Historia colonial de España, de la Historia… Esto es como cuando llevas a un niño a un parque de atracciones y se da cuenta de que los muñecos por detrás están vacíos. La decepción es terrible. Se anula la magia. Ojalá el arte fuera una estrategia de empoderamiento. Debemos ser responsables. Responsables con nuestro trabajo, con nuestros semejantes. No estoy de acuerdo con la ambigüedad. Yo siempre intento que una parte del trabajo esté muy definida y que a partir de ahí haya un margen para que el espectador especule. Un trabajo artístico no es un lugar para posicionarse, sino una oportunidad para organizar y reorganizar informaciones.
Es la segunda vez que pasa por esta sala de arte joven. Ya formó parte de la nómina de artistas de Circuitos en 2013. ¿Ha cambiado mucho su trabajo desde entonces?
Me ha pasado todo en realidad. Yo en 2013 me acababa de ir de Madrid. Cinco años en los que he estado fuera. Y, como quien dice, acababa de salir de la facultad entonces. Creo que tengo una línea de preocupaciones más o menos definida, pero luego me voy encontrando cosas. No he cambiado tanto. E igual debería.
¿Está de paso? ¿Volverá a marchar?
No lo sé. Madrid es una ciudad genial en la que están pasando ahora muchas cosas. Para esta exposición y Generaciones he preferido producir aquí. Pero también Latinoamérica es fantástica.

¿Nota la diferencia entre entonces y ahora?
Total. Yo me fui en plena crisis. Entonces ya no había futuro. Sentir eso es duro. La crisis lo que hizo fue que pensaras que no podías imaginarte un futuro. Si eso te ocurre con 23 años es muy deprimente. Conseguí una beca y me fui.
Su currículum destaca que se ha prodigado poco por España. ¿Eso es una necesidad o una obligación del artista español para labrarse una carrera?
Es una opción personal. Hay que irse si te cuadra. Tienes que encontrar tu sitio, que irse tenga sentido. Eso fue lo que pasó conmigo. Mi trabajo tiene mucho que ver con España y me parecía importante que se entendiera también igual en otros contextos. Y ver así que puntos en común tenía yo con otros contextos. Curiosamente, distintos países responden de manera distinta a distintos trabajos… También estuve en Chicago y, pese a la distancia, me di cuenta de que estábamos leyendo lo mismo que en Madrid. La globalización nos ha pillado a todos.
Dejó Madrid huyendo de una crisis y sale de Londres cuando allí acecha otra: la del Brexit.
Ambas, además, muy emocionales. Se han despertado allí un montón de sensaciones que estaban latentes, rencores, odios, de no asumir que vives en el pasado remoto, un pasado colonial terrible…

¿Qué nos ofrecerá en «Generaciones», en La Casa Encendida?
Allí quería cerrar un ciclo, el de las relaciones entre ficción y poder, de forma que lo que mostraré serán unas columnas barrocas de un altar. No tengo mucho espacio, de manera que no sé si serán una o dos, pero les he quitado parte de la policromía para subrayar que las cosas no son lo que simbolizan sino lo que son.
Si cierra allí una etapa, Avenida de América, con la comisaría Ana García Alarcón y que se muestra antes, significa saltar a otra pantalla del videojuego.
Así lo veo yo. Además la forma de trabajar allí ha sido más intuitiva, dejando espacio a pequeñas cuñas, a cosas que se suelen situar más “entre medias”. También ha significado trabajar de una manera más visual, más objetual. Me apetecía. Llevo muchos años haciendo cosas que entraban en discos duros y que se quedaban ahí. Con una sala tan grande había que usar el espacio. Y por eso quizás he producido muchas piezas, aunque aún no sé cuantas entrarán. Me apetecía cambiar de registro. Me gusta el vídeo, pero su gestión me pone de los nervios. Tienes que pedir favores, amenazar a gente, conseguir muchas cosas… Trabajar así… Pero seguiré con él.
Es el chico de moda. Hace no muchos días cerró también un proyecto en la galería Max Estrella.
Ellos han puesto en marcha lo que han llamado “Proyectos Estrella”, y contactaron conmigo para participar. A través de Amelie Aranguren llegué a la galería. Y tener un espacio de estas características que te entienda y en el que poder expresarte, está muy bien. Porque es complicado. La pieza que les propuse tampoco era fácil para una galería. No es la típica que la gente se lleva al salón de su casa. Pero estoy habituado a colaborar con galerías. Tengo una en Inglaterra, Copperfield, con la que también estaré presente en ARCO, que está abierta a lo que sea. Eso lo valoro mucho.

Texto ampliado del publicado en ABC Cultural el 20 de enero de 2018