Entrevista a Miguel Trillo («Doble exposición». CA2M)

«¿Tímido? Más bien, soy una persona a la que le gusta estar en la retaguardia»

Con «Doble exposición», el CA2M en Móstoles vuelve a poner en pie las dos muestras con las que Miguel Trillo se dio a conocer a comienzos de la década de los ochenta. El experimento pretende analizar el contexto en el que la disciplina fotográfica echó a andar en España

Miguel Trillo en el CA2M (Foto: Belén Díaz)

Miguel Trillo (Jimena de la Frontera, Cádiz, 1953) repasa conmigo su trayectoria y casi se cumple un aserto que hace: El fotógrafo ha ido prácticamente a muestra por década. Souvenirs (galería Moriarty) en los noventa; retrospectiva en el CAAC de Sevilla y Canal de Isabel II en los dosmiles, Tabacalera en 2014… Por ello, resulta curioso que haya accedido a repetir las dos primeras, las que celebró en Madrid en los primeros ochenta en la galería Ovidio y la Sala Amadís. En realidad, si así ha sido es porque ambos remakes sirven para analizar el contexto en el que se forjó la fotografía española contemporánea. Un ensayo de Juan Albarrán que se une a las muestras que el CA2M dedica a Espacio P y la recuperación también del happening “Comfort Zones”, de Allan Kaprow, en la galería Vandrés en 1975. En definitiva, una mirada a una época, la de La Movida, en la que Trillo aparece en la cita que le dedica el centro como una especie de banda sonora. Él que tanto aportó y tanto le debe a la música.

Una fotografía sobreexpuesta es una mala foto. ¿Qué ocurre cuando una doble exposición se vuelve a exponer por segunda vez?

Tras dos exposiciones potentes como la de el CAAC y el Canal de Isabel II (2009), que fueron retrospectivas, y la de Tabacalera (2014), con unos catálogos muy buenos, traducidos incluso al inglés, yo no quería hacer más muestras. Pero cuando el comisario me propuso la idea de recuperar mis dos primeras expos, la que celebré en una galería (Ovidio) y en una institución (Sala Amadís), le contesté que el hecho podía ser interesante, al venir él del ámbito de la universidad. El título me sedujo porque juega con esa película de rollo que no pasaba bien en la cámara y daba pie a imágenes superpuestas, algo que a mí me ha sucedido más de una vez, y lo lleva al hecho de que aquí hay dos exposiciones, que eran complementarias, que ahora se ofrecen como si fueran un sandwich, una encima de la otra. Todo eso me gustó.

Recordemos que el el título de la cita es «Doble exposición».

Y Doble exposición también porque esto es un remake. Y, en fotografía, cada década es distinta, dado que depende de la evolución de una tecnología. Entonces, a comienzos de los ochenta, la novedad era el uso de la primera fotocopiadora en color que sacó Canon (existía una anterior de Ran Serox, pero era muy mala). Yo la descubrí en una edición de la feria SIMO y me propuse una exposición en el que las fotos serían la base, pero utilizando diapositiva en color como técnica (si yo hubiera utilizado negativo en color, ahora, estas imágenes no se conservarían). Por entonces, el fotógrafo era artista si se revelaba las fotos. Yo me revelaba mis películas en blanco y negro, pero lo que yo quería exponer eran mis fotografías en color. Esas diapositivas se pasaban a papel por un sistema monopolizado por Kodak, porque aún no existía el cibachrome.  Quise jugar con la sorpresa de que pese a la cámara buena que usaba, una réflex, y la diapositiva y el papel de alta calidad que empleaba, lo que yo llevaba a la pared era una fotocopia.

Trillo durante el montaje de «Doble Exposición» en el CA2M

En Ovidio lo que presenté fue el sistema directo de diapositiva sobre papel junto a una proyección. Y eso fue así porque a mí me interesaba más la fotografía como happening, como actitud, como acción, que como un resultado objetual, con un paspartú y un marquito, como si fuese un cuadro. Todo esto luego fue una tendencia, pero a mí me nacía en ese momento por influencia del pop, por la música. Cuando yo voy a ARCO en 1982, año en el que ya estoy exponiendo en Ovidio, y veo pintura por todos lados, transvanguardia a chorretones, eso no me inspira nada. A mí me seduce más lo que estoy viendo en la calle, en los conciertos… En definitiva, que yo hago aquí una doble exposición y juego con un doble lenguaje.

Reconoce ser un artista de pocas exposiciones, de casi, casi una exposición por década. ¿Qué sentido tiene entonces repetir dos muestras en lugar de mostrar algo nuevo?

Porque mi satisfacción personal de hacer este proyecto está en su naturaleza misma de remake. La fotografía de aquella época ya no existe. Aquí incluímos una mesa de luz con diapositivas para conocer el proceso de los internegativos, un negativo en color que permitía positivar manualmente y cortar la imagen por donde se quisiera. Con la fotografía digital, el internegativo ha desaparecido. No se distingue si haces una imagen sobre un negativo o una diapositiva, que en aquella época era algo clave. En 1984, cuando ya doy por acabado el tema de la Movida, que considero más que publicitado, me paso a la diapositiva infrarroja. Yo hacía las fotos sin flash, usando la de los focos, lo que hacía que tu pelo pudiera salir verde, aunque fueras moreno. Tú volvías a tu casa con el rollo sin saber lo que habías hecho. La incertidumbre formaba parte del proceso y de la época. Y los errores eran constantes.

El más común: que no hubieras usado película de diapositiva, sino el resto del día anterior de película en blanco y negro. Por eso en cuanto que comenzaron a comercializar las réflex con una pequeña ventanita trasera en la que veías que rollo había dentro, me lancé a ellas. Esas diapositivas no se revelaban aquí en ningún sitio. Las llevabas a la tienda que las rebotaban a Los Ángeles. Y los resultados te volvían a los dos meses, y no siempre bien. Ahora en cualquier concierto, levanto el móvil, le meto el efecto infrarrojo, y en el mismo segundo mando esa imagen a Los Ángeles, no sin antes compartirla por redes para que la vean. El paso del tiempo es tan brutal en lo que respecta a la tecnología que, para mí, Doble exposición es imprevisible, está pensada para la gente de una época…

«Licester Square (Londres)», foto de 1981

Resumiendo: que esta no es una expo de Miguel Trillo, sino un homenaje a la técnica fotográfica con Miguel Trillo como música de telón de fondo.

Hemos hablado de la técnica, pero, y casi esto es lo que más me interesa del proyecto, Doble exposición es un análisis, del que no había aún ninguna publicación, sobre la cultura fotográfica de una época. La semana pasada hablaba con María Corral que si no fuera por el catálogo de la muestra Cuatro direcciones que organizó bajo su dirección el Museo Reina Sofía en los noventa no habría documentación sobre la fotografía española de finales de los setenta.

Eso no pasa ni en Francia, ni en Portugal. En España, se salva Cataluña, donde sí ha sido estudiada. Aquí seguimos sin fototecas ni museo de fotografía. Mucha gente va a descubrir gracias a esto que hubo galerías de fotografía, que hubo galerías de arte que se atrevieron con la fotografía. ¿Antes no había fotografía? Claro que sí, estaba la Escuela de Madrid, el neorrealismo, el grupo Afal, pero todos ellos actuaron como francotiradores. Pero gente como Joan Fontcuberta, como yo, jóvenes entonces como Ouka Lele o Alberto García Alix, se inician en este contexto, con Pérez Mínguez o Jorge Rueda como los guías de todos nosotros… Eso se junta con la llegada de libertad, con la apertura de nuevos centros, un fermento que está muy bien contado aquí. Creo que es más importante en esta exposición el análisis de la fotografía como cultura y su asimilación como arte que mi presencia…

Entonces, ¿la “desaparición” de los francotiradores y el comienzo de la naturalización de la fotografía como producto artístico en España tiene que ver con su absorción por el mercado?

Yo creo que la fotografía que realmente ha entrado en el mercado es la de los noventa, la de gran formato y paisaje. Ahora, con el aluvión de móviles, también está en crisis, porque esos modelos de dos metros los haces tú con tu teléfono. Esa fotografía ha desaparecido este año en ARCO, en Armory… Mi línea, más documental, no va por ahí. Ajena además a las obras sociales, a las ONGs, al costumbrismo o las tradiciones. Es cierto que hubo una fotografía de cultura de club en esos años, Wolfgang Tillmans sin ir más lejos, más cercana a mis vivencias. Pero para que este autor, por poner un ejemplo, entre en el mercado, tiene que ponerse a trabajar con los fluidos, dejando de lado la línea dura de los clubs. Y si ya es difícil vender foto documental, dentro de ella, el retrato está aún más estigmatizado si de fotografía de creación se trata. Eso de tener personas en casa que no conoces, como que no. Por otro lado, hoy, cualquier artista usa los soportes sin reparar en ellos, no distingue entre pintura, acción o foto. A la galería le ocurre igual.

¿Se ha quedado usted entonces con la carta perdedora, la de la foto de creación documental?

No es que sea la hermana pobre, pero en el mercado del arte es a la que más le cuesta encontrar comprador. Posiblemente porque tampoco está hecha para ser vendida. Un retrato puede ser narrativo, pero yo soy más de exponer con argumentos, de montar exposiciones con argumentos estéticos y visuales. Así lo hice con Souvenirs en Moriarty o en Geografía moderna, en H2O, con los sellos de correos, los fanzines, fundamentales para mí…

Apuntan quienes lo conocen que usted es una persona tímida. ¿Cómo se le ocurrió girar el objetivo, pasar de su anonimato en la masa a colocar a unos modelos delante de usted?

No hay cosa más aburrida que ver una obra de teatro dos veces. Lo mismo ocurre con un concierto, aunque sea en dos ciudades distintas. Y todos los fotógrafos que están allí terminan haciendo las mismas fotos. Es entonces cuando te das cuenta de que hay que mirar al público. La muestra de Ovidio fue en enero de 1982. El golpe de estado, en febrero del 81. Yo, en esos años, ya había viajado a Londres, siempre en vacaciones. Pero me di cuenta de que había cierto paralelismo, que aunque no podíamos competir con los grupos, los nuestros eran muy emergentes, el público tenía casi más fuerza, porque no estaba aburrido, estaba experimentando cosas muy nuevas. No llevaban ni una generación de democracia. Y por eso me fijé en él. Pero fue algo que se hizo de manera muy natural, sin trazarme ningún plan. Lo que sí que es cierto es que compré una segunda cámara: la de color y en diapo, porque me gustaba proyectarlas. Esa era la que usaba para los grupos.  La cámara de b/n era para el público. Pero luego me liaba…

Miguel Trillo, Bernardo Bonezzi (Zombies), Joy Eslava, Madrid 1982

¿Tímido? Más bien, soy una persona que le gusta estar en la retaguardia. El fotógrafo siempre está detrás de algo. A mí me beneficiaba el no tener una presencia de peso, el saber que la foto es lo más importante. A los modelos del Rockola me los llevaba al lavabo porque era donde había más luz. Si eres tímido, no actúas así. Quizás timidez personal, pero no timidez artística…

¿Son esas tribus de los ochenta tan diferentes de las actuales, a las que sigue fotografiando?

Lo importante de estos procesos es que no hay que intelectualizarlos. En 1979 fui a Italia y me sorprendió que la gente iba muy maqueada, mientras nosotros estábamos entre las panas y las barbas. Pregunté la razón y me dijeron que la razón era John Travolta. En España, Fiebre del Sábado Noche o la discoteca era como mentar a Satán. Si yo ahora digo que estoy fotografiando a swaggers o que me gusta el reguetón me mirarían igual que en aquella época. Pero me impacta la estética: que haga el frío que hizo en invierno y vayan sin calcetines, con pantalones tobilleros y rotos… Pero son, como todas las generaciones, chicos y chicas que tienen que ligar; que, igual que presenciamos cómo nacen naciones, tienen que nacer los cuerpos, y esos cuerpos se rodean de unas vestimentas culturales. ¿Por qué voy yo a estar más a favor del swagger que del hippster? Para mí no hay escalas de valores que valgan.

Pero sí que habrá preferencias e identificaciones. ¿A qué tribu perteneció Miguel Trillo?

A mí me gustaban los mod. Eran los “intelectuales”, aunque también se podía ver así a los del techno. Pero yo, para estas cosas, hago como con los colores: no los elijo, los utilizo. Otra cosa es que me preguntes cuál me interesa ahora. Tendría que responder que todo lo que rodea en Asia al manga, por su novedad conceptual, porque no son fans de una música o unos grupos, sino de un cómic, de una imagen, de una ficción. Yo he sido profesor de literatura y eso me fascina, porque todo arte es ficticio, al ser creación.

Le pregunto por la música, que en el fondo, es el leit motiv de todos sus conjuntos fotográficos. ¿En este no?

También, porque ellos van a los conciertos con unos bastoncitos de colores que mueven al unísono, de forma que los cantantes son rayos láser, lo que hace que no se pueda filmar. Los músicos existen, pero el o la solista es irreal, aunque todos se conocen las canciones, con miles de vídeos en Youtube. Pero yo estoy convencido de que toda fotografía es ficción. Las antípodas de la mía sería la social, aquella que termina estando apadrinada por una ONG porque dicen que van a salvar… ¿a salvar qué? No paran de encontrarse testimonios de fotografías de guerra en la que los cadáveres se mueven para que la imagen quede bien, los niños de Robert Capa, que le acompañaban para fotografiarlos en cada ruina que encontraba. Por eso cuando La Movida se convierte en creación es cuando se ficcionaliza.

Supongo que cuando comenzó a fotografiar a estos jóvenes, usted era coetáneo a ellos. ¿Hay un deseo de acaparar cierta “eterna juventud” con lo que hace?

Yo siempre fui un poquito mayor que ellos. Soy de la edad de Santiago Auserón. Él sigue dando conciertos. ¡Si yo me tuviera que subir a un escenario! Menos mal que estoy debajo. Esa sensación de la que hablas, también la viví cuando era profesor de instituto, que lo fui 35 años, de secundaria. Los alumnos siempre tenían la misma edad. Y me han pedido contactar con modelos 30 años después, pero a mí esos reportajes no me interesan. Estaría hablando de estas personas como elementos reales, y no lo son para mí. Son una ficción que yo he creado en un momento. Quizás en otra noche, ellos serían distintos. A mí los cantautores de mi época ya me parecían mayores. De La Movida pase al rap, y las fotos primeras son curiosamente de Móstoles. Ahora estoy con los manga… Me interesan los jóvenes. En un concierto de rock, ahora, hay guarderías, y no para los hijos, sino para los nietos. Allí no encontraría tema. Para mí la fotografía es un monosílabo hondo, y en los retratos que hago, se ve. Necesita de silencios, de estatismo. Por eso no me gusta tanto el vídeo.

Imagen de archivo de la expo de la Sala Amadís a comienzos de los ochenta

Nunca le ha dado mucha importancia a los aspectos técnicos de la fotografía (eso se observa en el montaje de esas primeras expos, incluso). ¿Cómo sabe que una toma es buena, que una fotografía es buena para usted?

Supongo que son parámetros estéticos los que se imponen: la proporción, el encuadre, las miradas de los sujetos… Pero no me considero un artista de composiciones. Uno estupendo de los setenta fue Robert Mapplethorpe. Pero luego está el “Tulsa” de Larry Clark, esos otros personajes, y consideras que lo tuyo tiene que ser una mezcla de todo. No me gusta el perfeccionismo. Eso le quita a la foto la naturalidad de la calle, donde además, no tienes tiempo. Mi foto es muy espontánea, pero con unos elementos que se respetan, sin poder llegar a hablar de reglas. Lo que es cierto es que, por mucho que pasen los años, en una toma que hay cuatro fotos, elijo la misma que entonces. Aquí vuelvo a seleccionar las mismas fotos. Podría haber tenido la tentación de verme de otra manera. La diferencia es que las tecnologías elegidas son otras.

Usted editó un fanzine como “Rockokó”. Ahora están de moda los fotolibros. ¿Cómo ha cuidado el catálogo de esta muestra? ¿Se parece más a lo primero o a lo segundo?

Estoy deseando ver el trabajo de Carlos T Mori, que es su diseñador. Es el catálogo de una exposición. Yo creo que un fotolibro ha de ser más un objeto de creación. Cuando yo hice Rockokó tampoco es que las referencias fueran tanto fotográficas, sino de publicaciones de música, lo que ocurre es que yo quería hacer una especie de álbum musical. Ahora se le considera como el primer foto-fanzine español. En ese momento era más un álbum visual, que yo dudaba que se pudiera vender, porque los fans querían leer las entrevistas y las exclusivas de sus grupos, pero una publicación para ver al público que iba a un concierto, sonaba raro. Pues me equivoqué: se vendieron, y en tiendas de discos. También en El Rastro. La fotografía se ha banalizado demasiado. Decir que se es fotógrafo, con tanto móvil, tampoco dice mucho de uno. Por eso son importante los fotolibros, por su elemento intelectual, filosófico y de creación. Puede que sea de las pocas salidas que le queda a la imagen.

Juan Albarrán menciona en su texto la labor similar que ejercían autores como Chris Steele-Perkins, Derek Ridgers o Janette Bekman. ¿Qué aportaba usted con su mirada, qué le diferenciaba de ellos?

Que aquí estábamos en las Cuevas de Altamira. No había infraestructura ninguna. Cuando expongo en Ovidio, galerías que apostaran por la fotografía estaba solo Buades. Yo tenía asegurado éxito de público y posiblemente de crítica. Pero los críticos de referencia, el Miguel Logroño de Diario 16 o el Fernando Huici de El País no se pasaron. La galería extrañada, les llamó. “Es que es fotografía”, fue la respuesta. Fue Tomás Cuesta de ABC el que acabó dándome una página de huecograbado. Es la única referencia bibliográfica que hay de estas dos expos, pese a la importancia historiográfica que le queremos dar ahora para las generaciones posteriores… Hay que conocer cómo era la España de aquella época. Luego llegó Paloma Chamorro, esa pequeña minoría que sí que vivía en cierta contemporaneidad porque tenía posibilidad de viajar fuera. Y aquí se han hecho cosas contemporáneamente con muchos grandes, pero competir con ellos era imposible. Renee Green se reconocía en mis fanzines y por eso lo metió en su Camino Road. Eso lo había hecho ella en Nueva York, pero yo era un cactus en el desierto… La cantante Alaska nunca llevó cresta cuando yo la fotografié. Aquí en España no sabíamos lo que eran. Lo suyo era un poco de pelo con mechas al que le dabas un poco de volumen. Y aquello era lo más de los más. Aquí se sabía que uno era punk porque llevaban gafas de noche. Pero su pelo era de lo más normal. Pero yo prefería hacer fotos en Madrid, no en Londres. Aquí no había tatuajes, había pegatinas.

Fanzine Rockocó nº 0, Especial Movidas 1980

El año 1985 marca el límite cronológico de esta exposición y un punto y seguido en su trayectoria: “La movida se había convertido en un cadáver maquillado. Yo empecé a perderme en la periferia madrileña siguiendo a los jóvenes en chandal que bailaban break-dance. Venían otros tiempos y yo también los deseaba”. ¿Hemos abusado de La Movida? ¿Qué llegó después para usted?

La Movida tiene aquello que tiene todo lo que se hace por primera vez. Luego las primeras veces se olvidan, aunque hayan dado nombres, eso no podemos negarlo. Y yo me desvinculé. De hecho, de 1985 a 1995, de todos los análisis que se hacen del fenómeno, en ninguno se me nombra. Los reportajes y documentales siempre pasaban por los estudios de Ouka Lele o de García-Alix. A mí tampoco me gustaba que me entrevistaran. Pero de tantas veces que me negué, llegué a desaparecer. La cultura es una construcción y las historias se reescriben. Yo en todas las décadas he visto cosas interesantes. Y las sigue habiendo. El entusiasmo lo sigo manteniendo. No creo que aquello fuera el no va más, pero tampoco niego sus aportaciones. Todo ha ido a mejor. La preparación de los artistas es evidente. Vivimos en un mundo hiperconectado. En Barcelona, quizás porque no me quemé, me topé con gente más joven como Joan Morey, Carles Congost, Paco y Manolo, incluso más jóvenes como Edurne Herrán en Madrid, que valoran tu trabajo.

¿En qué punto está ahora?

Lo del manga que te comentaba. No lo quería enseñar aún, pero en septiembre, en la Universidad de Málaga, se verá un avance. Málaga es curiosamente el único sitio al que viajaron estas dos exposiciones de los ochenta, gracias a Tecla Lumbreras, que ahora es vicerrectora de cultura en la universidad. Ella quería arrancar la temporada conmigo, hacer un remake

¿El «remake» de este «remake»?

No

¿Un «remake» del «remake» malagueño?

Tampoco. Ella llevó al colegio de arquitectos Geografía moderna, que había mostrado en Barcelona. Las tribus urbanas y la frontera eran los temas de esa cita, esto es, los límites de España. Un trabajo duro que me tuvo entretenido diez años. Fue mi proyecto más complejo y más político, pero no recaló en Madrid. Pero a mí no me gustan las revisitaciones. Por eso, le propuse mostrar lo más reciente, aunque yo no tenía muchas ganas de enseñarlo. A ellos les viene muy bien porque su universidad está hermanada con la de Seúl. Y analizar así la influencia de Japón en todo el área.

Miguel Trillo durante el montaje de «Doble Exposición» (Foto: Belén Díaz)

Texto ampliado del publicado en ABC Cultural el 1 de julio de 2017. Número: 1.289

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