Esther Ferrer, para variar
Esther Ferrer (San Sebastián, 1937) lo tiene claro. Mucho ha cambiado la performance en 50 años, más o menos, el lapso temporal que recoge «Todas las variaciones son válidas» la muestra que le dedica ahora el Museo Reina Sofía en «pago» al Premio Velázquez que esta autora recibió en 2014

En sus inicios –recuerda– la discilplina intentaba alejarse en todo lo posible del teatro. En la actualidad, cada vez se parece más a éste por lo que, de alguna manera, se cierra un ciclo.
Si esto es así –prosigue en su discurso– es porque antes la institución no estaba interesada lo más mínimo por la técnica, de forma que los festivales y encuentros eran gestionados por los propios artistas. Pero en el momento en el que el museo se hace eco de la performance inciden en ella dinámicas y protocolos (como el de la seguridad, por poner un ejemplo) que nada tienen que ver con la misma, pero que resultan inevitables. Además, depender de la institución significa hacerlo también del flujo de dinero, y esto ya sabemos cómo acaba siempre.
Incluso el público se «ha teatralizado»: antes –expresa Ferrer– los ojos de los espectadores de performance tenían hambre por aprender, se dejaban sorprender. El actual es «de un conformismo absoluto» (cuando no un absoluto resabiado). Por último, y por darle una estocada al asunto, el museo, la institución, el contexto, es el que otorga a lo que se haga «aura de obra de arte»…

Así de claro lo deja doña Esther Ferrer, que si de algo sabe es precisamente de esto. No en vano, Manuel Borja-Villel la presentaba durante la inauguración de su retrospectiva madrileña como una de las grandes damas de la performance de este país… Y de parte del extranjero. Su museo ya había acogido su trabajo, pero siempre en colectivas. Como en 1996, cuando homenajeó al grupo ZAJ (justo en el año de la dislución del colectivo), en el que Ferrer se inició. Ahora, el Palacio de Velázquez queda a su entera disposición, al suyo y la de las comisarias, Laurence Rassel y Mar Villaespesa, para las que esta muestra es un «diálogo interrumpido» con la artista.
Y el dilema que se plantea es el siguiente: ¿Cómo mostrar la performance –origen en buena medida de toda la producción de esta creadora, aunque luego haya dado pie a dibujos, collages, esculturas, maquetas o fotografías– en un museo? ¿Y cómo hacerlo con la «producción» de una artista tan obsesionada con el tiempo, con su repetición, con su declinación, para la que «todas las variaciones son posibles, incluida ésta» (título de la muestra). A lo que se suma una tercera difícultad: ¿Cómo hacerlo en un entorno como el del Palacio de Velázquez, arquitectónicamente complicado, cuyo visitante, en buena medida, es accidental? Un turista que viene buscando un parque y se topa con un proyecto como éste: Una auténtica marcianada (entiéndaseme la expresión).

Y casi es más sencillo intentar responder a estas dudas comenzando por el final: ¿Acaso no es una «marcianada» en sí el pensamiento matemático, ser capaces de seguir sus abstracciones y derivaciones imposibles? Aquí, sin ir más lejos, hay mucho de abstracción matemática. Sobre todo en la obsesión desarrollada por Ferrer por los números primos (una de las tres obras producidas para la ocasión es la gran pieza de suelo Poema de los números primos, que recibe al visitante cuando entra en el Palacio). Porque mientras esta autora se entretiene con ellos, mientras los combina, los repite en voz alta o los recuenta, genera tiempo… El mismo tiempo que es necesario para la performance. El mismo tiempo que es el hilo conductor de todas las obras seleccionadas. El mismo tiempo que, repetido, declinado, seriado y secuenciado, da potencia a la obra y, en el fondo, nos hace sentir vivos.
Las comisarias han optado por un montaje diáfano, lo que permite el tránsito del espectador, que, sin saberlo, pronto dejará que sus pasos se sincronicen con el audio de Al ritmo del tiempo (1) y (2), que actúa como banda sonora de la propuesta. Y han dejando pequeñas vías de entrada en el universo de esta creadora: su ya mencionada labor con los números primos; su empleo del cuerpo –que en su caso viene relacionado con su interés por lo fotográfico–. Un elemento no tanto identitario como «corporeizador» del tiempo. También su pasión por la música (Cage, Satie…) y el silencio; la impronta neodadaista de Zaj; sus juguetes educativos, con sus guiños al humor pero también vía de entrada -esta vez sí- de la crítica feminista; sus maquetas, en lo que lo importante era la fragilidad del material más que la plasmación de una idea (y aquí vermemos acciones que dieron pie a obras y obras que dieron pie a acciones)… Y, por descontado, su (re)incidencia en la performance.

Una performance que la creadora ha dejado en ocasiones registradas en audio; que en otras repetirá para nosotros (echen un vistazo al programa paralelo al expositivo, el denominado Acciones); pero que, sobre todo, sitúa al alcance del espectador, a cuya disposición se ponen las «partituras» (y hasta unos mediadores por si este se ve incapacitado para repetir sólo sus instrucciones) para que repita y reactualice sus indicaciones. No lo olviden: Todas las variaciones son válidas. Incluida la suya.

Esther Ferrer. «Todas las variaciones son válidas, incluida ésta». Museo Reina Sofía. (Palacio de Velázquez). Madrid. Parque del Retiro, s/n. Comisarias: Laurence Rassel y Mar Villaespesa. Hasta el 25 de febrero de 2018
Texto publicado en ABC Cultural el 4 de noviembre de 2017