Arranca la 57ª edición de la Bienal de Venecia, la que dirige Christine Macel bajo el lema «Viva Arte Viva». España, en los Giardini, está representada por Jordi Colomer, que compite con un pabellón nómada y ápatrida, el titulado «¡Únete! Join Us!». Pura utopía que se toca con los dedos

Siente cierto relax, ahora que presenta su proyecto en sociedad, aunque se muestra crítico con el poco tiempo con el que ha contado para trabajar («desde AECID se han comprometido públicamente a que a partir de ahora darán al menos un año al artista seleccionado. ¿Por qué tiene uno que trabajar con la pistola encima de la cabeza? Espero ser el último en sufrirla»). Jordi Colomer (Barcelona, 1962), que seleccionó a Manuel Segade como comisario, y no al revés, es el inquilino del Pabellón Español en la Bienal de Venecia que hoy abre sus puertas. Sin embargo, su propuesta no entiende ni de límites, ni de fronteras. Tampoco de estatismos. Esto es lo que oferta.
Ya está. Ya lo ha hecho público. ¿Cómo se siente después de soltar lastre?
Bien… No sé… Es raro tratar de explicar un proyecto que se ha ejecutado en muy poco tiempo, pero que ha sido súper intenso, con mucha gente participando en él… Ahora es cuando te das cuenta de que ha llegado a la forma final.
«¡Únete! Join Us!». ¿Qué es lo que propone para que le siga a una sociedad tan descreida como la nuestra?
La instalación plantea una historia fragmentada en 14 vídeos que relatan las aventuras de un conjunto de personas, grupos dispersos en geografías diferentes y en movimiento, pero que en ciertos momentos se unen. No sabemos exactamente por qué o lo que les lleva a hacerlo, pero cuentan con un uniforme, una mascota, una bandera y ocupan la calle de manera provisional: ocupan el Partenón en Nashville, lugares medio deshabitados, caminos en una mina, un párking de un cámping de caravanas… Por un lado, todo esto parte de una ficción, pero por otro, el mero hecho de ponerse en marcha hace que sucedan cosas muy reales. Lanzar una proclama como la de «¡Únete!» supone que en ese devenir hayan sido muchos los que se han unido a ese proceso, de forma que es difícil discernir qué porcentaje hay de ficción y qué porcentaje de realidad hay en todo aquello. Consciente o inconscientemente, lanzar un proyecto audiovisual, que es también una instalación y que se titula Join us! es incluso un reto para mí al descubrir hasta dónde puede llegar una dinámica como esta. Por otro lado, hay que tener en cuenta que la segunda parte de ese movimiento de cosas y de gentes se realiza en el propio pabellón de la Bienal. En este caso, el propósito es bien consciente: que el movimiento, por el hecho de llegar a un lugar expositivo, no se pare, y que se active ahora por la propia presencia del público del arte.

¿Como logra que el espectador sea consciente de que está ocupando un espacio como los protagonistas de los vídeos? Y que no lo hace, además, de forma individual.
Ya desde las primeras conversaciones con el comisario tuvimos claro desechar la posibilidad de hacer un trabajo in situ en Venecia. Para hacer algo interesante allí deberías vivir, no sé, diez años en la ciudad. Pero sí que es cierto que, para ponerme a trabajar, yo necesito de un contexto, y, en este caso, este no es tanto el de la Bienal en general como el del pabellón, la arquitectura de un pabellón de representación nacional. Un modelo del XIX, que sigue existiendo y que tiene su sentido. Y sus efectos se multiplican a través de nuestros medios actuales. Por eso la idea inicial fue la de sustituir el pabellón por un pabellón móvil para, además, meterlo dentro a través de esas ficciones. Pero una vez dentro, este tenía que seguir activándose, continuar en movimiento. Para que eso sea así, el espacio del edificio está pensado de forma que haya un reflejo constante entre lo que ocurre en las pantallas, en ese plano de ficción, y que es un espejo constante de la situación que están viviendo los espectadores. Los límites entre lo que te cuentan las pantallas y lo que sucede en ese espacio compartido, que es un espacio público, no están muy definidos. De alguna manera, por la propia arquitectura del pabellón y por la idea de lo que representan, quería que el espacio interior fuera una continuidad del espacio público.
Siempre ha mostrado interés por la arquitectura. Me interesa una apreciación anterior suya de cómo, en Venecia, un edificio como el Pabellón Español puede representar a 45 millones de personas. Y cómo, a la vez, también lo hacía hace un siglo con otros millones. Siempre el mismo edificio. ¿Existe la dictadura de la arquitectura?
Hablando de forma genérica sobre lo que entendemos por «representación» y por «arquitectura», lo primero que le viene a uno a la cabeza es qué representa realmente el pabellón. ¿Representa a un país? ¿Representa un momento cultural o político? ¿El artista que lo interviene tiene que representar un momento histórico concreto? Evidentemente, cualquier trabajo está tocado por el tiempo y el contexto en el que se crea. Por eso yo considero que era más interesante poner en juego ciertas problemáticas que hay en este momento en el aire y recogerlas. Quizás no de una manera estática, sino de forma que todo ello quede activado por el propio espectador. Toda obra es siempre «activada» por un espectador, pero es que en ¡Únete! la llamada, desde el propio título, intenta que seamos conscientes desde el inicio de nuestra resposabilidad como activadores de la obra.
El caso es que usted propone un pabellón apátrida, dentro de un pabellón nacional.
Yo no sé si lo que proponemos trata tanto sobre la representación «nacional» de España, que ya en sí misma es problemática por su propia naturaleza, sino más bien plantear genéricamente qué significa una arquitectura que representa a un país. Porque toda arquitectura representa un poder, más allá de su forma o su función.
Reivindica igualmente el nomadismo en un planeta cada vez más interesado en levantar fronteras. Y que trata como trata a los refugiados. ¿Es usted un radical?
El origen del proyecto es una idea que tenía en la cabeza desde hace mucho tiempo. Hay dos proyectos de arquitectura utópica que siempre me han intrigado y desde los que he intentado imaginar cómo sería vivir en ellos si estos se llevaran a cabo. Uno es el New Babylon, de Constant, y el otro, la Ciudad Espacial, de Yona Friedman. Son dos propuestas de ciudades nómadas que los propios habitantes van construyendo mientras se van moviendo en el espacio. Yo me paro a pensar cómo sería vivir en una ciudad de ese tipo. Y cuando quieres ponerle imágenes a eso, necesitas gente, necesitas poner en obra sus acciones. Ese es el punto de partida y, a partir de ahí, hay muchas cosas que son azares, casualidades, encuentros… Eso es lo que reflejan los vídeos.

Por otra parte, la utopía, para mí, no es algo que esté hablando de cuestiones ajenas a nuestra realidad, sino al revés. Creo que la ilumina. Es inevitable hoy hacer un paralelismo entre nomadismo y desplazamientos de refugiados, realizado además desde los que tenemos una casa permanente, dirigida a personas que abandonan las suyas porque no son seguras o porque se las destrozaron. Sí que creo que, más allá de la circunstancia histórica, hay cierto tabú con el nomadismo. Recuerdo ver de niño caravanas de gitanos y la impresión que eso causaba en los demás, que pronto afirmaban que esa gente no tenía casa. ¿Cómo es posible? ¿Cómo era posible que estuvieran en un viaje permanente? En Israel tienen a los bereberes en una especie de reserva para que no se muevan. Creo que hay un tabú con respecto al nomadismo y el ejercicio de imaginar la posibilidad de que nosotros, por voluntad propia y no a la fuerza como los sirios, decidan vivir como nómadas. Eso plantea muchas reflexiones sobre la propiedad, sobre los objetos que tenemos, sobre las relaciones que establecemos con los demás… En los vídeos, todas esas cuestiones están esbozadas de alguna manera.
Se sitúa en su propuesta «Prohibido cantar» (2012), para Matadero-Madrid cierto esbozo de «¡Únete!». Recordemos cómo era ese proyecto y en qué sentido este lo abarca y supera.
Hay un punto en común muy evidente entre ambos, que es el de la reorganización de un espacio. En Venecia hemos cerrado las grandes puertas, como ocurría en Matadero, creando otras nuevas de cristal que uno tiene que abrir para alcanzar otro espacio. Es decir, lo que me interesaba era que quedara en el visitante cierta conciencia de que está atravesando un espacio. Prohibido cantar hablaba más bien de una especie de distopía. Por entonces llevábamos años hablando de construir Eurovegas en Madrid, los casinos de Los Monegros, el Barcelona World… Ninguno se llevó a cabo. Yo le veía a todo eso el paralelismo evidente con Las Vegas y la ciudad de Mahagonny sobre la que escribía Bertold Brecht en 1929 cuando se estaba construyendo. Entonces decidí ir a filmar a los terrenos donde supuestamente se iba a construir esa ciudad de ocio en Aragón y recoger así el éxito y fracaso de su construcción.
Hay tres personajes principales que lideran a todo el conjunto: Lydia Lunch, Anita Deb y Laura Weissmahr . ¿Seguimos necesitando líderes con la que está cayendo?
Estas tres mujeres son una aproximación a todas aquellas que están liderando grupos en la línea que proponemos por todo el mundo. El proyecto no debe ser visto de una manera férreamente apolínea. También plantea qué significa pertenecer a un grupo. Aquí hay una bandera, un uniforme, una mascota, unos signos de identidad y unos líderes. Cada cual debe decidir hasta qué punto acepta o no estas premisas. Hasta qué punto un uniforme es algo excitante o autoritario. Qué es una bandera. En el pabellón aparece una realizada con mil trapos de colores y que va cambiando constantemente, pero seguida por los que componen esos grupos.
¿Por qué los tres líderes tenían que ser mujeres? Aquí no hay ni paridad, ni cuotas…
Salió así, la verdad, y una detrás de otra. No estaban ni planteados sus nombres en un principio. Apareció primero Weissmahr, que va contando el cuento de Kafka sobre la torre de Babel en diez lenguas diferentes en sitios muy dispares; luego llegó Lydia Lunch, que recorre Atenas y Nashville llamando a la gente a reunirse en el Partenón, seguida de una especie de concierto extraño. Finalmente llegó Anita Deb, que fue un encuentro casual. Si continuara con el proyecto seguramente saldrían otras, porque el efecto que yo desearía para estos vídeos es que mañana, al caminar por la calle, te topases con un grupo que porta la bandera y el uniforme que propongo. Eso es perfectamente factible. Y vuelvo a lo de que todas sean mujeres: no ha habido ninguna voluntad de cuotas. Lo que veo es que se impone cierta realidad. Por poner un ejemplo: hace dos años hice un taller en Marruecos en la Escuela de Arquitectura. Allí me quedé sorprendido porque de 25 alumnos, 20 eran chicas. ¡En Marruecos! Me parece evidente que son las chicas las que están llevando el cotarro ahora mismo.
Hablando de líderes: durante muchos años, la representación española se basó en la elección de un comisario que nombraba luego a un artista. ¿Por qué ha visto necesario contar con «muleta»?
Está muy bien tener un punching ball al que lanzar ideas y con quien contrastar pensamientos…

¿Por qué Segade?
Habíamos coincidido en exposiciones y nos conocíamos desde hace tiempo. Él tiene la virtud de ser un comisario relativamente joven, muy comprometido con su generación, pero que a la vez tiene una tendencia a ver las cosas como lo hace un historiador del arte. Esa doble vertiente lo hace muy lúcido. Es un pez que, desde dentro de la pecera, es capaz de verse desde fuera.
¿No había comisarias?
Supongo que hay millones, claro que sí. De hecho, en las últimas ediciones, han sido casi todo comisarias en el Pabellón español. Manuel es «una comisaria» (risas).
Me llama la atención lo de que sea de una generación posterior a la suya, que no haya querido compartir «entre iguales».
Me gustaba su tendencia a repasar las décadas de los ochenta y los noventa. Él se sabía todos los detalles de mi primera exposición en la Fundación Miró. Me contaba cosas de artículos que se publicaron que ni yo mismo conocía. Además, en todo el proyecto ha habido muchísima gente joven. Son como unas 300 las personas las que han participado en el pabellón. Incluso el equipo era muy joven. Pero ha resultado todo muy natural. Para el proyecto anterior, partí de Yona Friedman, que es un señor que tiene 94 años, pero sigue siendo muy joven. Él planteó cuestiones en los sesenta o los setenta que ahora son de plena actualidad. La edad es algo circunstancial. Al final nos vamos a morir todos.
Nasville, Atenas, el Ampudà y Barcelona. Periferias fuera de los centros.
Exacto. Quería que lo global fuera un contexto disperso, discontinuo. Nashville y Atenas eran objetivos claros por el desplazamiento literal del Partenón. En esta ciudad americana hay una réplica 1:1 del mismo y lo que me interesaba era esta réplica más que el original, que se usa como lugar de reunión en la capital de la música country. Me seduce comprobar cómo se han apropiado de esa representación de la democracia a través de la arquitectura. Esa es una de las capacidades de esta disciplina. Y aquí utilizamos esa construcción de otra manera, como escenario de un concierto. El resto de destinos son terrenos discontinuos también muy particulares. Me gustaba ese circuito de carreras cercano a Sitges que está abandonado desde los años cincuenta, un párking de caravanas en el que en invierno dormían personas y que, en su condición de cementerio de este tipo de medios de transporte, podíamos de alguna manera animar con nuestra intervención… Lo único que tienen en común es que comparten –como también lo hacen con la arquitectura situada en la entrada del pabellón– cierta imagen de arquitectura de vacaciones que en España hemos explotado desde los sesenta asociada a cierta idea de modernidad, y que es nuestra modernidad real: apartamentos de playa, complejos turísticos, anónimos… Quería investigar en todos los huecos de ese tipo de espacios, pero de una manera muy genérica. No me he aproximado a los contextos de ciertas ciudades de manera más profunda como he hecho en otros proyectos.
Segade le ve crecido en este proyecto, recuperando incluso cuestiones que tal vez estaban menos visibles en su trabajo de los últimos años: la escultura y la arquitectura. ¿Cómo se ve usted?
Yo siempre he considerado que mis vídeos son esculturas. Siempre los he visto así. Y muchos vídeos han nacido del deseo de construir un objeto, del que sentía luego la necesidad de animarlo, por lo que lo grababa y acababa tomando la forma de vídeo. Pero sí que es cierto que la primera sala del pabellón tiene una formalización más escultórica, aunque una vez más el público se introduce en la escultura y pasea por ella, activándola, estando dentro. A ello se suma todo el sistema en el que se insertan las pantallas, un sistema de gradas enfrentadas que también ofrece una dimensión escultórica en tanto en cuanto que organizan un espacio. Pero hay que tener en cuenta que estas propuestas no están ahí para ser contempladas, sino para ser animadas, utilizadas. A mí, desde jovencito siempre me impresionaron mucho las esculturas de Carl André, esas planchas de hierro en las que la idea del autor es que uno paseara sobre ellas. Esa dicotomía de lo que esta o no está permitido para con la obra de arte, hasta qué punto algo es escultura, mobiliario o arquitectura, la bidimensionalidad y la tridimensionalidad y hasta la cuarta dimensión con el vídeo, siempre me ha fascinado.

¿Qué esperaba de Venecia cuando «¡Únete!» no tenía ni título y cómo la ve hoy, que lo activa de forma oficial?
Venecia, en el fondo, es un proyecto más. Me refiero a que te lo planteas como un trabajo que tienes que resolver para un contexto concreto. Conoces su dimensión, la repercusión que tiene, la atracción turística de la que participamos… Lo que yo espero ahora, con el trabajo acabado, es que la pieza se active. Los datos excepcionales sobre número de visitantes y demás son elementos públicos que no se pueden obviar tampoco y de los que la instalación ha sido incluso consciente desde sus inicios, de forma que no ofrecemos un objeto precioso que hay que admirar desde la distancia. Es preciso que los espectadores se integren con la obra.
Hablando de plazos, usted ha sido crítico con este punto…
Lo expresé públicamente en la presentación en Madrid y desde AECID se han comprometido también públicamente a que a partir de ahora darán al menos un año al artista seleccionado para desarrollar su proyecto. ¿Por qué tiene uno que trabajar con la pistola encima de la cabeza cuando puedes hacerlo en dos años, como los canadienses? Esta ha sido una queja recurrente durante años de artistas y comisarios, y espero ser el último en sufrirla. Piensa que te puede fallar algo, y sin margen de maniobra; no llegas. A mí me gusta trabajar con adrenalina para que las cosas salgan, pero estás trabajando en una publicación en la que hablas de algo que aún no sabes ni lo que va a ser.
¿Está preparado para la crítica?
Uno siempre está preparado para ella. Y tiene que ejercer la autocrítica. Por eso también está bien trabajar con un comisario al lado, que a veces no entiendes lo que te está diciendo, pero otras te saca de tu ensimismamiento. Y eso que Manuel me ha dado toda la libertad del mundo para hacer lo que quisiera. ¡Ojalá haya muchas críticas, en el sentido de que esto dé pie a pensar, a reflexionar a charlar! Yo ya estoy contento del movimiento que ha surgido con la instalación.
¿Siguen siendo pocos artistas españoles en Venecia?
Bueno. Este año me acompañan en el Arsenale Rabascal, Miralda y Lanceta. Lo de la visibilidad del arte español es una cuestión que ya cansa. Sale de forma recurrente. Cuando hacía exposiciones con José Luis Brea a principios de los noventa, él organizó una que se llamaba El punto ciego, que es justamente lo que le ocurre al arte español: España, ya no tanto su arte, no es visible en el mundo. Cuando yo empecé en los ochenta venían críticos y comisarios americanos, también alemanes, había artículos en las publicaciones más importantes, animado todo por la curiosidad sobre cómo iba a ser el arte de esta nueva democracia. Eso pasó, el foco se ha trasladado a Latinoamérica, a los países del Este, a África, a Asia… España no cabe en ninguno de ellos. Lo que no significa que no haya aquí muy buenos artistas. El nivel es alto, pero este es un país en el que te tienes que buscar la vida por ti mismo, y si es fuera, mejor. Esto se ve cada vez más entre los jóvenes. No sé si la situación se normalizará en algún momento. Lo mismo es nuestro destino.
¿Ser nómadas?
Hasta cierto punto sí. Lo fueron los grandes nombres del siglo pasado: Picasso, Miró, Juan Muñoz… Todos hicieron carrera fuera. Hablando de Muñoz, no sé si está muy reconocido ahora mismo en España, pero recuerdo que él me decía que jamás le había ido a visitar un crítico al estudio.

Texto ampliado del publicado en ABC Cultural el 10 de mayo de 2017