Un hombre con todas las letras
El segundo Journal de la revista Manolo, publicación de fotografía masculina y arte que Manel Ortega promueve desde el Reino Unido, está dedicado al artista español Manuel Antonio Domínguez. Este el texto de presentación que arropa una buena selección de su trabajo reciente

Conozco a Manuel Antonio Domínguez (Villablanca, Huelva, 1976), desde antes de que diera desde Sevilla su salto a la capital, hace ya unos cuantos años, mientras exponía en la ya desaperecida galería La Mecánica. Bueno, he de ser sincero. Entonces conocí su obra, y me enamoré del personaje. Y nunca mejor dicho. Por aquel entonces, Manuel Antonio no firmaba con su propio nombre, sino que utilizaba un pseudónimo: el de El Hombre sin Cabeza (título de uno de sus primeros proyectos artísticos). El artista reconoce que cuando este alter ego apareció en escena sus intereses se centraban en la idea de anonimato, del miedo a ser conocido. El andaluz parecía encontrarse dentro del armario… del arte.
Con el tiempo, su producción se ocupó de hacer balance de las causas que en un principio le llevaron a considerarse un “descabezado”, conceptos que, transferidos a sus concepciones sobre la construcción de la masculinidad, tenían algo que ver con la castración, la mutilación, al anonimato autoimpuesto, a diluirse en la masa o encerrarse en castillos de cristal. De ahí el nombre de su primera exposición individual en Madrid, en la galería Raquel Ponce: La impotencia aprendida (2012).

Lo cierto es que Manuel Antonio Domínguez se ha movido siempre bien en las procelosas aguas de la ambigüedad. Él, que prefirió renunciar a su firma unos años. Él, del que pocos saben que se especializó en arte público, y que en éste encontró el gusto (y regusto) por el objeto, que poco a poco ha ido irrumpiendo en sus citas expositivas -muchas veces de la mano de la galería Ángeles Baños– junto a sus dibujos.
Él, que tan pronto es capaz de construir una pieza sobre papel de 16 metros de largo (“La relación estable”, Museo ABC, 2017), que reinterpretar los contenidos de cartas antiguas (olvídense del e-mail), encontradas en esos rastros y mercadillos de segunda mano en los que se mueve como pez en el agua (sus “retablos”: horizontales en la sala de exposiciones; verticales en las paredes de su vivienda), resumiendo en la superficie de sus sobres parte de su contenido o, quiero pensar mejor, el relato del receptor de las mismas, ése al que no podemos acceder (en mi opinión, es éste uno de sus conjuntos poéticos más bellos, por contener en un trozo de papel tan pequeño buena parte de lo que este creador onubense es: un autor de reconocible estilo pero múltiple en su despliegue). Él, que bromea con su nombre, más propio -señala- de un terrateniente andaluz que de alguien que se ocupa de cuestiones de género. Él, que tan pronto luce sus estupendas camisas hawainas como se planta -o expone como obra de arte- un fantástico traje de vestir… de color rosa. ¿Acaso le hace eso menos hombre?

Sobre masculinidades -plurales, diversas, ambiguas, construidas y deconstruidas- versa su labor, uno de los proyectos artísticos más personales de los últimos años, en el que “lo tradicional” (leído durante muchos siglos como “lo normal” o normativo), se vacía de vicios y contenidos para incidir en otras -que no nuevas- posibilidades. Dice Domínguez que sus años de formación en Sevilla le dieron «mucha mano» pero “le castraron” muchas inquietudes. Que por eso hubo que salir fuera.
Pero de aquellos tiempos ha quedado una atención a lo matérico, al detalle, a la minuciosidad, a lo hiperrealista, con una apariencia muy porosa y una aceptación que convierte, por ejemplo, técnicas como la del dibujo o la acuarela, en armas muy poderosas para abordar luego temáticas más áridas o no aptas para todos los estómagos.
Constata nuestro protagonista que él se siente más cómodo trabajando sobre conjuntos más íntimos, formatos reducidos que permiten el acercamiento; sus “pequeños enjambres” (como el de moscas dibujadas que, quien lo conoce bien, sabe que tiene sobre el sofá de su casa y que le han acompañado cada vez que ha tenido que hacer las maletas). Enjambres que luego son capaces de hacerse grandes o de contener imponentes pequeñas historias -valga la paradoja- en las que reflejarnos.

Relatos que narran cómo nos construimos como individuos, por negación o por identificación; cómo nos proyectamos en los demás; cómo nuestro estatus, nuestra condición social, nuestro origen geográfico y nuestra raza marcan la manera en que nos perciben los otros o determinan cómo se supone que debemos responder o actuar. Domínguez ha apelado siempre con viveza a su propio origen rural, un nuevo armario para el sujeto -en una sociedad tan hipersexualizada como la nuestra- cuando a cuestiones de género se refiere, y donde la lucha entre el individuo y la adecuación o posicionamiento ante el referente es todavía más estrecho que en la gran urbe (donde tampoco éste se da).
Feminista hasta la médula, este autor reflexiona sobre la construcción de la identidad masculina, construyendo (a través, por ejemplo del collage, que sitúa al mismo nivel realidades diferenciadas), pero también deconstruyendo (sus mitos, sus ideas arraigadas); y empleando como herramientas además pequeñas mentiras (inevitables cuando de ocultar algo se refiere) y algunos símbolos (el color rosa, el cordel, el imperdible…), que con recurrencia marcan un ritmo narrativo, una secuencialidad en lo presentado.

También en la negación o la ausencia se produce la identificación de lo que uno es. Y por eso la mujer no está presente de una forma evidente en la obra de Manuel Antonio Domínguez (o tal vez sí, ahora que tiende a modelos más ambiguos, menos connotados), a pesar de que su masculinidad se conformó en torno a referentes femeninos: “Me interesa abordar lo masculino desde la ausencia de la mujer”, afirma. Un auténtico -o no- mundo de hombres.
Porque la palabra “hombre” ha de escribirse con todas las letras. No tan sólo con las más evidentes: “Para mí la masculinidad es algo que se construye, eso es seguro, algo que no es hegemónico y algo que es plural, porque hay muchos tipos de hombres. No es nada con lo que se nazca, único o sin variedades. Estamos sometidos a muchas masculinidades y aún seguimos pensando que hay una sola”. Tampoco hay un único Manuel Antonio Domínguez, antes HSC. Ello se hace evidente repasando sus series, releyendo sus entrevistas. Uno por cada propuesta. Pero ahí reside la magia de todos nosotros: esa capacidad para contradecirnos, reinventarnos y mentirnos. De eso y mucho más hablan los personajes que, en silencio, pueblan sus conjuntos artisticos.

Madrid, 19 de noviembre de 2017