Mitsuo Miura: «Soy un paisajista de la vida. He sublimado lo cotidiano»
El CA2M (Móstoles) organiza la quizás más determinante exposición de Mitsuo Miura hasta hoy; el creador japonés más español, básico a la hora de escribir páginas fundamentales de la plástica en España y al que el sistema ha dejado en segundo plano

Resulta complicado entender cómo un creador como Mitsuo Miura (Iwate, Japón, 1946), cercano a los grandes nombres del arte en España (Fernando Zóbel y su Museo de Arte Abstracto de Cuenca; los galeristas Fernando Vijande, Juana Mordó y Enrique Gómez Acebo; artistas y gestores como Juan Antonio Aguirre, Schlosser o Eva Lootz; Arturo Rodríguez, con el que pone en marcha Galería & Ediciones Ginkgo…), haya quedado relegado a un papel de segundo plano a la hora de escribir la Historia del Arte Contemporáneo en nuestro país.
De alguna manera se ha escondido (también por decisión personal) a un creador que estuvo en el sitio justo en el momento preciso. Él, ríe, y repite como mantra la palabra «casualidad» cuando abordamos los logros de una biografía que además tiene un arranque casi cinematográfico: la de un autor que, tras enamorarse de las grandes obras del Museo del Prado, esas que había visto tantas veces repetidas en libros, decidió ponerse el mundo por montera (curioso término para alguien con apellido casi ‘taurino’) y conocerlas de primera mano, siendo un adolescente y abandonando su Japón natal…
—¡No! Yo no abandoné Japón…
—Entiéndame…
—Claro [ríe]. Fue una casualidad más de las que se han dado en mi trayectoria. Quizás, un capricho… Pero había dos razones. Posiblemente tenía 14 años cuando vi una muestra con obras del Museo del Prado en Tokio. Yo estaba acostumbrado a ver los cuadros en reproducciones fotográficas minúsculas, y enfrentarme a ellos, su tamaño inmenso, fue como un revulsivo. Aquello era una cosa muy diferente de lo que en Japón entendemos por pintura. La pintura occidental, basada en el óleo, es muy densa. La conocíamos, pero enfrentarse a ella es otra cosa. Es curioso que a todos os interese por qué tomé esa decisión.

—Es lógico. Japón pilla muy lejos de aquí, no era un salto cualquiera. Pero ha dicho que hubo dos razones…
—La segunda tuvo que ver con mi familia. Mi familia por parte de madre tenía negocios de pesca en Canarias. Yo venía desde allí aquí cada dos años. ¡Pensaba incluso que Canarias, su geografía, era España! Además, me traían regalos, postales de allí, la palmera era un elemento muy recurrente en todo ello y yo me imaginaba Madrid lleno de ellas. Me pudo la curiosidad. Recuerdo una foto que trajo mi abuelo de la Plaza de Cibeles y otra de la Casa de Fieras. ¡Yo no había visto en mi vida una casa de fieras! Ese tipo de cosas te marcan y se te quedan grabadas. Fue un imaginario muy infantil pero que se quedó conmigo toda mi adolescencia.
—Y entonces da el salto.
—Con 18 años, viviendo ya en Tokio y estudiando pintura, se me presentó una oportunidad. Mi profesor hizo una sesión fotográfica de un artista japonés que vivía en Madrid de hacer reproducciones de las obras del Prado y cosas así. Eso me chocó muchísimo. Así que me atreví a escribirle una carta, sin conocerlo de nada. Él me advirtió que venir sería una «aventura excesivamente grande», sobre todo si quería dedicarme a ser artista aquí. Su respuesta era más desalentadora que animosa. Por eso también escribí a amigos en París y en Milán que me contestaron que España era un buen destino para estudiar, para aprender, para trabajar. Me encontraba pues con dos opiniones opuestas. Pero saltar era una oportunidad: o lo hacía en ese momento o, acabada la carrera, lo normal, era pensar en establecerse. Dudé, pero me arriesgué y aposté por la aventura.
—¿Le defraudó lo que encontró aquí? El contexto político no era el más gratificante.
—Actué como un perfecto ignorante. Y el contexto no me influía demasiado porque, el hecho de ser extranjero hacía que el trato hacia mí fuera más amable, incluso a la hora de hacer el papeleo para solicitar la residencia. Entré a España por Barcelona. Para mí, todo era exótico, igual que para vosotros lo es Japón. Me trasladé pronto a Madrid y allí empecé a conocer la situación. Es cierto que había policías por la calle con metralletas, cada equis tiempo se repetían las manifestaciones estudiantiles, la escena era dura en algunos momentos, la Ciudad Universitaria, pero me planteé ir a mi aire y, si aquello no me interesaba, marcharme. Me han preguntado muchas veces si aquella época fue dura para mí.

Mitsuo siempre les responde que no. Su objetivo era aprender arte a través del arte. «París estaba cerca –explica– y si las cosas se ponían feas solo hacía falta subirse a un tren». Además, pronto empecé a hacer amistades que le facilitaron mucho las cosas. Esas «casualidades» de las que hablábamos. A Zóbel, visitando exposiciones, que le invitó a conocer el museo de arte abstracto de Cuenca que dirigía. A Gordillo, a Quejido a Campano, a Nacho Criado. A los anteriormente mencionados…
—¡Casualidad, también! ¡Es verdad! Estando en Cuenca hice una exposición con Equipo Crónica, que entonces tampoco eran tan conocidos. Allí también conocí a Saura, a Millares, pero en circunstancias muy de andar por casa. Siempre cuento como anécdota que, viviendo en Cuenca, iba muy temprano a la panadería por las mañanas. Allí había siempre un señor que a las seis y media de la mañana esperaba su pan. Ese señor era ‘Manolo’. Así me lo presentaron. Yo hablaba con él, era muy amable. Resultó que el señor Manolo era Manolo Millares. Juana Mordó, otro tanto, en una terraza, porque también veraneaba en la ciudad… Viví mucho el «siéntate aquí que te presento a…».
—El choque cultural tuvo que ser abrumador. ¿Le ayudó o le dificultó el asunto su propia cultura?
—Conseguí que no me afectara. Además, en Japón, ya había intentado conocer todo el arte contemporáneo occidental posible. Allí se celebraron, cuando yo rondaba los 18, muchas exposiciones de expresionistas americanos, Sam Francis, Jasper Johns, que además venían mucho a Japón. Tenía acceso al arte de EE.UU., no tanto al europeo. Incluso a cosas mucho más experimentales, ‘performances’, que entonces se llamaban «acciones» y que calaron bien en Japón. Yo veía todo este tipo de cosas sin entender absolutamente nada. ¡Lo que yo quería era aprender a pintar buenos paisajes! Suena infantil, pero era así.
—¿Cree que su propia obra evolucionó de cierta figuración hasta la abstracción?
—Yo me imaginaba que, en el futuro, también tendería a pintar cosas como las que veía. Quise llegar a Europa buscando otro tipo de arte, no sabía exactamente cuál, pero buscaba otra cosa. Por casualidad conocí a muchos artistas y agentes del arte en Cuenca, los que venían a veranear allí. Entré en el mundo del arte «profesional» sin darme cuenta, sin planteamientos previos.
—Después de tantas décadas aquí, ¿pesa tanto en su obra y su personalidad una veta nipona? ¿Es usted un artista español nacido en Japón?
—Tengo ya muy poca conciencia de mi origen japonés. Queda muy lejos. Pronto intenté acostumbrarme a la situación que me acogía e intentar vivir como un artista español. Para mí era muy importante que no hubiera choques, que no hubiera diferencias. No me gustaba la etiqueta de «el japonés». En mis charlas, yo intentaba entender a los demás, aprender de ellos… Ahora me acuerdo de Fernando Vijande, que también visitó Cuenca y me pidió hacer una exposición. Yo conocía a Alexanco, que por entonces asesoraba a Vijande con los nuevos artistas, y así es como llego a él. ¿Me favoreció mi situación? Seguramente, sí. Yo era «lo exótico».
—Y al contrario: ¿Le ha supuesto alguna vez un problema su origen? Me refiero a si ha experimentado el racismo o la xenofobia en el sector del arte.
—Seguramente. Mis compañeros japoneses sí que eran más conscientes de esto y se quejaban más. Pero mi sensación era que ellos no querían realmente integrarse, conocer España. Y al no hacerlo, les rechazaban. También es que me junté con artistas como Eva Lootz, Schlosser, todos extranjeros, que éramos presentados por terceros… En aquella época era fácil que esto sucediera. Juan Antonio Aguirre, por ejemplo, fue nexo de unión de muchísimos de nosotros. El llegó a abrir una galería en la calle Villanueva en la que coincidí con muchos, Amadís…

—Entiendo que el sistema se ha profesionalizado, ha crecido. ¿Eso dificulta que se repita algo como aquello?
—Más que nada, lo que ocurría era que no había galerías, de forma que reunirnos era muy fácil. Todo el mundo quería hacer cosas y, como jóvenes que éramos, queríamos hacer cosas. A poco que algo como Amadís hiciera de aglutinante, allí acabábamos todos. Sirvió además para conocer a los artistas catalanes, a los que venían de Sevilla, a los valencianos…
El CA2M, desde el día 15 y comisariada por Tania Pardo, hará con ‘Casi 400 m2 para dos paisajes’ un recorrido por su trayectoria asociada a lugares: Cuenca, Bustarviejo, Almería, Madrid, que casi se relacionan a técnicas y formas de hacer. «Es cierto que cada sitio ofrece posibilidades distintas», me confirma el pintor en esta charla en su estudio, el que comparte con su esposa y también artista María Lara, que ahora atiende a nuestra charla en silencio mientras trabaja, y que ayuda a Mitsuo con algún dato cuando la memoria falla.
–Cuenca no tiene nada que ver con el paisaje de Bustarviejo. Tu actividad, tu forma de vivir, inevitablemente cambia. En Bustarviejo no conocía prácticamente a nadie, de manera que los tiempos de paseo eran muy largos, y les saqué provecho. Me aficioné a hacer fotos en esos recorridos, a rescatar un material que no sabía que uso le iba a dar. Ni en Cuenca, ni en Madrid paseaba. A Almería empecé a ir a la playa y con mi familia, mi actitud era más familiar, y mi familia empieza a formar parte de los proyectos… Cuando vives solo no tienes tantas responsabilidades. Si quería dormir en una tienda de campaña, lo hacía. Y este tipo de documentos cobran importancia con el tiempo. Se enfría la experiencia y le empiezo a dar valor a determinado tipo de actividades, de relaciones personales. Cada destino dio pie a técnicas, estilos, dinámicas distintas. Inevitablemente.
—Y aún así, pese a haber trabajado el grabado, la foto, la instalación, se sigue considerando pintor…
—Siempre me ha llamado la atención el color. Por eso cuando hago esculturas, cuando hago instalaciones, los planteamientos son muy pictóricos. Le doy importancia a sensaciones, a texturas, a luminosidades, que me llevan a los cuadros. Para mí es hacer pintura por otros métodos.
—Y dentro de la pintura, ¿usted es un paisajista?
—Soy un paisajista de la vida. Sin duda. Creo que todo lo que he hecho es una especie de contemplación sobre mi vida cotidiana. Si a eso se le puede llamar paisaje… No sabía cómo empezar en mis inicios, sabía que quería romper con la academia, y viviendo en Cuenca, lo único que más o menos dominaba era la caligrafía. Me sentía más seguro realizando ejercicios caligráficos y desde ahí, una experiencia muy privada, la de uno mismo escribiendo, me lancé. En el movimiento de la mano, en la presión que se ejerce con el material, empecé a encontrar salidas.

—¿En qué momento está ahora?
—No sé si es bueno o malo hacerse mayor, pero cuando ocurre te das cuenta de que reúnes un montón de historias. Desde hace algún tiempo me he planteado cómo ordenar este material. Y esa es la base de buena parte de mi trabajo actual. Son diferentes momentos, diferentes amistades, diferentes sensaciones… Me gustaría pintar y ordenar. Empecé con los ‘ejercicios caligráficos’ del comienzo y en eso estoy. En la muestra de Madrid se reunirán unos 280 de estos archivos, que son todos obras sobre papel, dibujos o fotografías. Lo que se impone en ellas es mi pensamiento actual, no el de hace 30 o 50 años, cuando no tenía ni experiencia ni la mentalidad de que fueran algo artístico. Quizás puedo ver de forma más nítida la intención de aquel momento, en el que me movía el disfrutar.
—¡Qué importante ha sido siempre la memoria en su trabajo!
—Incluso está el recurso de la falsificación. La memoria a veces añade datos a experiencias que no son puras en el día de hoy. De nuevo no sé si es bueno hacerse mayor. Pero me agradaba volver a ese pasado, ordenarlo, relacionar unas cuestiones con otras, buscar razones, nexos…
—¿Es, o ha sido, un minimalista Mitsuo Miura? ¿Es un artista del ‘land art’? ¿Es un pintor expandido? ¿Acaso lo sea todo a la vez?
—No puedo responder por mucho que me lo pregunten. No niego que siempre me gustó la estética del Minimalismo. He leído mucho sobre el movimiento. Pero nunca lo he planteado como «la única solución» a un problema artístico. Siempre ha pesado más en mí el adaptarme a situaciones y buscar soluciones, vinieran de donde vinieran.
—¿Podemos decir que es la suya una obra gozosa? O dicho de otro modo: ¿hay mucha más tensión y sufrimiento del que se percibe?
—Siempre me ha encantado esa dimensión placentera del trabajo. Quizás por mi vocación de inmigrante: vivir donde llegas de la mejor manera posible, progresar allí donde echas raíces. He intentado siempre vivir lo mejor posible, lo que no significa que no tenga que trabajar mucho. Pero eso no me ha importado nunca.
—Ahora que la sociedad está más concienciada con el medio ambiente, ¿cree que se lee de otra manera su trabajo?
—No soy consciente de que eso ocurra. No creo ni siquiera que estas cuestiones formen parte de mi imaginario. No soy activista, en este sentido.

—Las dos grandes piezas de Móstoles, ‘Show Window’ y ‘Memorias imaginadas’, contraponen dos realidades, la urbana y la natural. ¿Son a su vez caja de resonancia de obras anteriores, teniendo en cuenta que esta muestra se concibe como una especie de repaso a su trayectoria?
—Siempre hay ese juego en mi trabajo. Y ambas piezas no son nuevas, ya las había hecho antes en otros espacios. «Show Window’, o escaparate, gran ventana comercial. Cuando llego desde Bustarviejo a Madrid, me doy cuenta de que el mundo ha cambiado. Ya había vivido en grandes ciudades, pero empiezo a constatar más lo urbano. Empecé incluso a conformar un grupo de trabajo con todas esas fotos que había hecho en grandes urbes durante mis viajes. También los aeropuertos, la puerta de entrada a las mismas, que son siempre un espectáculo en sí, por su arquitectura, por su vitalidad, por ser cruce de lenguas… Pero en el fondo, me doy cuenta de que lo que me interesaba era la vida interior de aquellos que miran los escaparates. Gente que pasa y mata el tiempo paseando dentro de tiendas. En esos contextos somos parte de un colectivo, el individuo no cuenta mucho.
—¿Y la otra instalación?
—’Memorias imaginadas’ es todo el recorrido de mi trabajo desde que se me invita a intervenir el Palacio de Cristal. Entonces me planteé cómo se intervenía algo rodeado de un paisaje tan maravilloso. Cada vez que yo iba a ver una expo allí, se me olvidaba la anterior, cómo antes se había ocupado ese espacio. Creía que necesitaba un dispositivo que incluyera toda esa información, una urna que recogiera todas las expos del Palacio. Y pensé en la columna como estructura. Entonces me decidí a hacer una serie de columnas «invisibles», mentales, que rellenaba cada uno con su memoria, su experiencia. Eso es lo que estoy haciendo yo ahora con mi vida, que en ese caso, tenía una dimensión colectiva.
—Esa pieza del Retiro se hacía con cintas, otra de sus maneras de pintar. Fue un viaje a Tokio el que dio pie a esas instalaciones, ahora tan habituales en su labor.
—Otra casualidad [ríe]. En Tokio me ofrecieron como espacio una oficina, y no sabía cómo empezar. Pero me daba cuenta de que todo el mundo, a través de sus grandes cristaleras, nos miraba. Me encantó esa idea: la de que miraran a alguien que no es importante, por curiosidad. ¿Por qué no congelar esas miradas? Materializar esos recuerdos. Por eso lo hice con cintas de colores, que marcaban las líneas de esas miradas.
—¿Tenían o tienen significados los colores de esas cintas?
—En ese caso, como yo sufro de vértigo, se contrató a ocho estudiantes de Bellas Artes para construir con las cintas. Yo las compré, pero ellos elegían las que preferían. En el fondo, eso fue una colaboración. Mis conocimientos además de la estética de Tokio en ese momento eran mínimos, así que me dejé guiar por ellos. Desde entonces, me he llevado este procedimiento a muchas instalaciones.

—¿Cómo entiende lo archivístico alguien que incide tanto en la memoria en su labor?
—Como te decía, nunca he sido consciente de estar generando material de archivo. La intención ahora es reordenar mi vida, consolidar los recuerdos, antes de que todo eso se pierda. Y yo no le doy más valor que ese a estos contenidos: estoy prácticamente organizando mi diario de una forma visual.
—Entonces es su obra más personal, con un único receptor: usted mismo.
—Eso es. Entendí que hacer esto era importante, pero no estaba seguro de si hacerlo de forma pública. Es un diario, ordenado, limpio… Pero lo he hecho finalmente, y me encanta, porque es algo muy distinto de las pinturas.
—La docencia es otra manera de mantener viva la memoria. ¿Así la ha concebido cuando la ha ejercido?
—Mi labor como profesor era poner en orden la cabeza de los alumnos. Eso es difícil, pero me pagaban para eso. Me basé en mi propia experiencia, en mi propio proceso de aprendizaje. Siempre he intentado explicar que no hay arte superior y arte inferior, sino que es la mirada la que otorga importancia a las cosas. No hay cosas grandes o pequeñas. Eso depende de tu curiosidad.
—¿Se arrepiente de algo?
—[Se ríe] ¡Qué pregunta más difícil! No lo sé, la verdad es que yo he vivido alegremente, he tenido oportunidades y las he sabido aprovechar. Hice mi primera exposición en 1969, en EGAM, siendo muy joven. He tenido mucha suerte. Yo no conocía a Enrique de nada, él me conocía a través de otra persona, y se plantó en el estudio. Luego llegaron otras, y siempre he intentado hacer algo distinto de lo anterior, aunque sea parecido. Cambian los espacios, los ambientes, cambian las experiencias, y yo siempre he procurado «añadir algo más». Esa era mi pequeña aventura.

—¿De acabar con Galería & Ediciones Ginkgo, junto a Arturo Rodríguez, o es necesario cerrar etapas?
—Seguramente fue otra etapa, pero puse una galería en marcha sin tener ni idea de lo que era ser galerista. También surgió casualmente a partir de la idea de un alumno. Él trabaja bien pero no tenía mucho talento. Y es duro tener que decir esas cosas. Me ofreció hacer una edición juntos, ya que yo tenía un taller de grabado. Le contesté que artistas no faltarían, y si encima se paga lo que se hace, nadie tiene ningún problema. Esa experiencia se terminó convirtiendo en una galería porque necesitábamos un espacio para presentar nuestras ediciones.
—¿Qué queda por hacer?
—¡Organizar mi vida! Disfrutar del trabajo que he hecho. Desear poder hacer más. Es verdad que siempre hay que seguir adelante, porque aunque te repitas, la mirada habrá cambiado. En el mejor de los casos, habrás profundizado en ello. Para mí es un deber. Y disfrutar de esta pequeña aventura, pues yo aumento mi conocimiento a través del arte. No me dedico a otra cosa. Y, a mi edad, no voy a empezar con otra cosa.
—No lo recordaba tan parlanchín.
—Cuando daba clases, estaba obligado a organizar los pensamientos, a hablar. Y así planteaba yo las clases: las clases consistían en discutir. Cada alumno tenía que hacer un proyecto, y un proyecto real, pragmático. Porque hablando puedes inventar muchas cosas. Y luego los alumnos son muy duros, comparan mucho, lo mío con lo de otros artistas. El aprendizaje era mutuo. De todas formas, creo que es una consecuencia más de la edad.
—¡Para nada pues una casualidad!

‘Casi 400 metros cuadrados para dos paisajes’. CA2M. Móstoles (Madrid). Avenida de la Constitución, 23. Comisaria: Tania Pardo. Desde el 15 de septiembre hasta el 8 de enero de 2023
Texto ampliado del publicado en ABC Cultural el 10 de septiembre de 2022. Nº 1.533