Salustiano, los tiempos pluscuamperfectos
Texto compuesto para el catálogo de la exposición «Presente Pluscuanperfecto», que el pintor Salustiano inauguró en la galería Lucía Mendoza de Madrid el 9 de septiembre de 2017

Apostar por la pintura en una era en la que todos nos creemos fotógrafos. Creer en las posibilidades del retrato como soporte desde el que contener historias -este artista siempre ha preferido evitar la narratividad en sus piezas– en un momento en el que el “selfie” todo lo inunda y todo lo banaliza. Preferir los fondos neutros, cuando lo que estos tiempos nos piden son escenarios más o menos elaborados sobre los que resaltar una figura y que dan pie a instantáneas todas ellas con el mismo pie de foto: “Yo, y nadie más que yo, estuve allí, me comí esto, me gustó esto, me aburrí así”. Sin duda alguna, Salustiano (Sevilla, 1965) es un creador a contracorriente, en el sentido de que no se deja arrastrar por las modas y asienta su quehacer en unos principios sólidos, férreos, consensuados consigo mismo, a pesar del paso del tiempo.
Tiempo. Eso es lo que demanda el pintor de nosotros. Y el que se guarda para sí para convertir cada lienzo en una verdadera obra de ingeniería en la que todo encaja. Tiempo que no tenemos (o eso declaramos) y que inunda hasta el título de esta nueva entrega de su trabajo en la galería Lucía Mendoza (con el que, por otro lado, regresa a la capital): “Presente pluscuamperfecto. La víspera del día después”. Salustiano ha sido siempre muy de propuestas propositivas muy visuales, pese a negarle luego cualquier posibilidad de narratividad a sus escenas, y, sin duda, este encabezamiento lo es. Víspera del día después. Dos términos que ya de por sí generan expectación por ser la antesala y el epílogo de algo que se presenta como fascinante, pero sobre lo que no recae la atención. Y “Presente pluscuamperfecto”. No hace falta recordar que esa forma verbal no existe.

De hecho, ni siquiera existe un presente perfecto, ni en el sentido literal ni el metafórico de la acepción. Sin embargo, el anhelo de perfección es el que ha guiado siempre a este autor, de ahí su apuesta por la belleza, por la poesía, por la serenidad de sus escenas, por el elemento espiritual sublimado. La imposibilidad de alcanzarla frustra, pero también es una palanca para seguir avanzando en su consecución, pese a que el ideal sea imposible (“la insatisfacción es tremendamente agotadora”, escribe). La consecuencia de todo ello es que exista constantemente una necesidad de superar el pasado, una sensación de que el presente es la plataforma para alcanzar la obra completa y que, por la tendencia natural a fracasar en el intento, toda esperanza quede depositada en el futuro… A no ser que se trunque esta sucesión lógica. Y ello pasa por “vivir el presente”. Tomar la determinación de que el ahora va a ser perfecto. Y no sólo eso. Va a ser más que perfecto: pluscuamperfecto, como reza el título de la muestra.
Todas las obras de la misma han sido además realizadas en momentos similares, momentos en los que el artista es consciente de que algo extraordinario está sucediendo (y, créanme, la desaforada ambición del ser humano hace que estas sensaciones tiendan a pasar desapercibidas la mayoría de las veces). Salustiano vuelve a hacer gala de sus elementos fetiche: las referencias a la cultura clásica (pero también las alusiones a la austeridad y el ensimismamiento de las corrientes orientales); la devoción absoluta al retrato (generalmente, en figuras aisladas, pero cualquier excepción es buena para que se confirme la regla); la tendencia a los formatos circulares, también ovalados (sin discriminar los rectangulares más tradicionales), en esa convicción de que la perfección reside en este tipo de fórmulas geométricas. El pintor se atreve incluso con los paralelismos, escenas que se repiten a modo de espejo de unos cuadros a otros, alterando el cromatismo. (“¡Somos álgebra pura! -grita a los cuatro vientos- ¡Con pasiones que podrían representarse con ecuaciones no demasiado complicadas!”).

Y la fidelidad a los fondos neutros, porque le gusta el absoluto, o, como el sevillano los define, los colores definitivos: el rojo, con su poder para trascender su propia condición de color y su valentía para transmitir sentimientos encontrados; de ausencia y absoluto a fuerza y perseverancia. No en vano, es el color de la sangre, también el de los elegidos. El blanco, cuya presencia es definitiva en los dibujos, en comunión con la superficie del material, que es sinónimo de luz, de suma de todas las realidades cromáticas. Y el negro, al que cada vez acude con mayor valentía, con el reto de que la sensación que este color transmita no sea de miedo o pesimismo. “Negros de sombra fresca de claustro un día de verano”. Esta es de nuevo una de esas imágenes poderosas que salen de labios del pintor y que habla por sí sola.
“Quiero que mis cuadros con fondo negro posean una atmósfera de serenidad y paz. En este color negro donde viven sumergidas las figuras está ausente la tristeza, por eso todas ellas comparten una misma serena y expectante alegría, como prólogo de las cosas bellas de la vida”. Salustiano transforma sus obras negras (¡qué lejos de las intenciones de otros creadores como Goya, Kara Walker o William Kentridge!) en puertas a amaneceres llenos de oportunidades: “Un lugar en el que la felicidad sea un estado natural del espíritu y donde se puedan hacer cosas grandes y trascendentes de las que sentirse orgulloso”. Permítanme que les revele el secreto de la primera obra que Salustiano compuso bajo estas pautas: Se titulaba Twenty paces to Dawn, en el que una niña (la infancia es una fuente ilimitada de recursos para el artista; y cuando este se siente perdido, le pregunta al niño que le animó a ser pintor) que nos mira serena y llena de confianza en sí misma. “Solo la separan veinte pasos de un nuevo amanecer -confiesa el pintor- La idea es que, si estamos en silencio, frente a ella, podamos oír esa cuenta atrás”- Nada más que añadir.

Considera Salustiano que de un tiempo a esta parte sus colores son más vivos, más ligeros. Respeto con reverencia a aquellos autores que son fieles a unos pocos: del azul Yves Klein, al Blue Ink de Jan Fabre o los bolígrafos de Juan Francisco Casas o Javi al Cuadrado. Cuando menos es más. La introducción en la paleta del andaluz de los celestes, los rosas, los lilas o los anaranjados tienen una misión en la obra: conseguir de forma vibrante encarnaciones que se acercan a la piel humana sin abandonar su halo de espiritualidad. Él mismo tiene claro que cuando busca vibración en las piezas acude a los acrílicos, en fórmulas que él mismo prepara, como los antiguos maestros. El óleo se reserva a las superficies más pulidas, “porque esa es la textura que tienen los sueños”. Palmario siempre en sus declaraciones.
Todo ello en pos de un nuevo humanismo, de un arte y una cultura que sitúen al ser humano en el centro del programa vital, pese a que sus pinturas parecen obras -como a él mismo a veces le gusta comparar- en las que la pintura es depositada sobre la superficie del soporte por una máquina o un ángel, realidades extracorpóreas a la acción del artista. Y quizás no tanto para convertir al individuo en un dominador del entorno o figura a la que deben someterse el resto de criaturas, sino para reparar en su potencialidad y capacidad transformadora en aras de un futuro más perfecto. Si durante el Renacimiento hubo que arrancar al individuo del Teocentrismo, toca ahora darle entidad propia rescatándolo de un capitalismo que lo deshumaniza y lo convierte en una simple pieza de un engranaje, explica Salustiano. Es por eso que en sus cuadros el individuo es el centro del proyecto creativo. Solo entonces habremos alcanzado un futuro pluscuamperfecto.
Madrid, 28 de junio de 2017

*Javier Díaz-Guardiola es periodista, crítico y comisario de exposiciones. En la actualidad es coordinador de la sección de arte, arquitectura y diseño de ABC Cultural y autor del blog de arte contemporáneo “Siete de Un Golpe”.