Textos sobre arte contemporáneo, arquitectura y diseño de Javier Díaz-Guardiola publicados semanalmente en ABC Cultural y otras publicaciones del sector
«Cuando una obra sale de mis manos, yo prefiero olvidarme de ella»
Soledad Sevilla es una de nuestras autoras más hondas. (Casi) toda su trayectoria se reparte ahora entre el CAAC de Sevilla, donde muestra sus instalaciones, y, Valencia, que se ocupa de su pintura
Soledad Sevilla en el CAAC (Foto: Vanessa Gómez)
Soledad Sevilla (Valencia, 1944), se reivindica como pintora. Aunque ahora el CAAC la convoque en sus salas por sus tres grandes instalaciones «andaluzas», las que realizó inspirándose en la almadraba de El Rompido en Huelva, en el patio de armas del castillo de Vélez Blanco en Almería y en la sevillana Torre de los Guzmanes, y que reproduce en las zonas monumentales del museo. Su pintura sí que se muestra paralelamente y de forma extensa en Bancaja, en Valencia. Ambas muestras dan una buena idea de lo que ha sido su devenir, el que le convierte en una de nuestras creadoras veteranas más intensas y poéticas. Continuar leyendo «Entrevista a Soledad Sevilla («La Algaba, Vélez-Blanco, El Rompido». CAAC)»
«La obsolescencia artística programada también existe»
En 1991, José Antonio Hernández-Díez se daba a conocer con la muestra «San Guinefort y otras devociones», en Caracas. Sus obras, y su espíritu, son recuperadas en la monográfica que acaba de inaugurar el MACBA, en su ciudad de acogida
ENTREVISTA CON EL ARTISTA VENEZOLANO JOSE ANTONIO HERNANDEZ-DIEZ EN LA EXPOSICION DEL MACBA (Fotos: INES BAUCELLS)
Cuenta el venezolano José Antonio Hernández-Díez (1964) que la fuerte personalidad del Convent dels Àngels determinó el devenir de esta, su primera monográfica en un museo en Barcelona. Podría haber introducido en él obra última, o lo que dio de sí su estancia en España desde su llegada a mediados de los noventa. No. El artista (aunque confiesa que ha sido cosa de los comisarios, los muchachos de Latitudes, que cogieron el testigo dejado por Bartomeu Marí), ha optado por sus primeras obras, producciones en vídeo, una técnica que más tarde dejó de interesarle. Piezas que lo descubrieron, desde Caracas, a los grandes comisarios internacionales y con las que construía una nueva «iconografía cristiana». Por eso, resucitadas, dialogan tan bien con el espacio.
Primera monográfica en Barcelona y, sin embargo, se retrotrae a sus orígenes. ¿Por qué?
La idea fue siempre hacer algo con este edificio, lo que me condicionaba y me remitía a obras que fueron concebidas para espacios blancos, clínicos, aunque tanto el primer comisario, Bartomeu Marí, como yo, sentíamos que podían encajar aquí. Luego entraron en escena los chicos de Latitudes, los comisarios actuales, que supieron hacer que me sintiera cómodo aquí con esta obra tan «ciberpunk», tan «ciberclínica». Al final, de lo que se trataba era de que todos saliéramos de nuestras áreas de confort.
Veo que el cambio de director del MACBA le afectó y para bien.
Esta exposición ha estado trabajándose durante mucho tiempo. Y la idea primigenia de enfocarla en mis inicios, en mis primeros trabajos en vídeo, fue de Marí. Con Max y Mariana se consolidó la lista de obras, obras que yo nunca habría escogido porque ya están olvidadas, porque funcionaron durante muy poco tiempo y sólo en Caracas. Ha sido una sorpresa reencontrarme con ellas.
Por entonces lo que perseguía era ilustrar «una nueva iconografía cristiana». ¿Por qué era necesario en los ochenta la creación de esos nuevos iconos?
Para la exposición en Caracas, en la que las obras se dieron a conocer, yo estaba en mi veintena y muy influido por la lectura del momento: la aparición de lo cyborg, la manipulación genética… Además, en Latinoamérica se imponía cierta relación sincrética, que emanaba del collage y el expresionismo abstracto, y a la que quise aportar un tercer elemento: la parte tecnológica. Caracas era un escenario muy bueno para todo eso: una ciudad muy pobre y muy caribeña, en la que se empezaban a ver las primeras parabólicas. Esos contrastes me gustaban mucho. Estas obras ilustraban cierta nueva iconografía cristiana, que se topaba con creencias y símbolos con los aún hoy convivimos diariamente. Es ese subir a un taxi o una «guagua» y ver todos los fetiches en el salpicadero con los que convive su conductor. Pero no quería mostrarlo como hacían mis colegas, con pinturas, fotografía o collages, sino que me interesó más el vídeo, la «performance»…
Mientras, ampliaba el número de «deidades».
Yo me sentía como si el Vaticano me hubiera encargado a mí inventar objetos religiosos para fomentar la fe en un futuro apocalíptico. Qué duda cabe de que hoy lo haría de otra manera, no tanto con aparatos, sino con una reprogramación neuronal. Me interesa subrayar esa visión que teníamos en los ochenta del futuro tan analógica, tan de objeto frente a la sociedad virtual actual.
«San Guinefort», obra de Hernández-Díez con un perro disecado en su interior
Esa es la cuestión: de esa exposición en la que se da a conocer a esta han pasado veinte años. Ni este es el mismo tiempo, ni el mismo contexto. ¿En qué han cambiado usted y su proyecto?
Lo principal es que yo dejé de trabajar en vídeo hace diez años. Cuando lo digital comenzó a apoderarse del arte y se convirtió en soporte artístico a mí me dejó de interesar. Entonces yo comencé a concentrarme más en la escultura, me volví más minimalista. Esta simbología comenzó a desaparecer, aunque los temas fueran los mismos: la relación entre la alta y la baja tecnología, la tecnología pop y de consumo… No me interesa la utopía tecnológica. Me interesa el día a día.
Recuerdan los comisarios que los muertos regresan al presente porque no se les enterró adecuadamente. Usted ha realizado un verdadero ejercicio de exhumación, de resurrección de obras que estaban desaparecidas.
Las curadorías funcionan cuando los comisarios logran sacarte de tu zona de confort. Aquí, ese ejercicio ha sido interesante. Hay obras como «Houdini», tan complicada, que uno se olvida de hacerla. A lo que se suma un trabajo de pesquisa, de encontrar los materiales precisos. Yo no habría hecho esta exposición si yo hubiera sido mi propio curador o si hubiera trabajado con curadores que me hubieran dado libertad plena.
¿Y dónde estaban y cómo estaban todas estas obras?
Muchas estaban en colecciones, pero es verdad que son obras que en su mayor parte superan la treintena. Y no es lo mismo tener en tu colección una pintura o una escultura, que siempre va a estar ahí, que un vídeo. Con este tipo de trabajos, los coleccionistas el primer año están encantados, y la encienden todo los días. Cuando pasan tres, cinco, siete años, empiezan a plantearse que estas piezas ocupan un espacio, que precisan de cierto mantenimento, que cada equis tiempo hay que trasferir el formato… Yo hacía obras en Betamax. Luego pasé al DVD, a los archivos mp4… Es más fácil que todo esto caiga en depósitos. Y así fue. Ninguna de estas obras funcionaba, salvo la de la colección la Caixa [«La hermandad»].
Quizás lo que no se plantean los artistas que trabajan con tecnologías es algo que ahora nos es muy cercano: la «obsolescencia programada».
¡Es que existe hasta la obsolescencia artística programada! Pero cuando eres joven y el entorno te estimula no piensas en el tiempo. Además, no se debe hacer. A mí me sorprende esa gente que tiene obras tecnológicas en sus casas y que las encienden todos los días y, si algo les falla, se vuelven locos.
Le pregunto por un concepto presente aquí y que comparten arte y religión: el de vitrina.
La primera vez que yo viajé a Europa me sorprendieron sus reliquias y esos cubos de cristal que las contenían. Mezclar eso, de nuevo de forma sincrética, con las peceras empleadas para manipular sustancias radioactivas o virus mortales me llevó a obras como «San Guinefort» [con un perro disecado en su interior]. Yo era un fanático de los catálogos médicos. Y cuando vi esos guantes de látex empleados para manipular estas sustancias, cuando ese material además en los ochenta era tan popular, se me ocurrió la obra, cuya lectura era muy literal. Los dos mundos llegaban a eclosionar en ella. La vitrina, en mis comienzos, era de metacrilato, algo lógico como venezolano que soy, un país en el que los derivados del petróleo están a la orden del día. Antes decía que hace diez años que no hago vídeo. Y el vídeo es como otra vitrina… Ahora soy más comedido.
¿Significa eso que no entiende la obra de arte como reliquia?
Lo que he aprendido con el paso del tiempo es que el vídeo no es el mejor soporte. Pero está ahí. Depende mucho de su mantenimiento por instituciones. Yo me he desprendido de eso. Sin embargo, nunca tuve formación como pintor, nunca dibujé. Y «Annabel Lee» (1888), ya con vídeo y presente aquí, fue mi primera obra. Era el cine lo que me interesaba. No obstante, siento el poder de los símbolos, y hay cosas que me emocionan. Hay artistas que me producen lágrimas. Pero solo a ratos… Muchas de estas obras se van a destruir tras la muestra, pues son copias de exhibición. He aprendido a desprenderme de ellas.
«La hermandad», de José Antonio Hernández-Díez (Colección la Caixa)
«La hermandad», también aquí, cierra un ciclo en 1994. La destaco porque formó parte de una muestra muy importante, «Cocido y crudo», en el Museo Reina Sofía, de las primeras sobre «lo latino». Usted no se reconoce en esa etiqueta.
Nací en Venezuela, mi trayectoria se ha desarrollado en España… Yo soy más caribeño. «Cocido y crudo» surge en un momento muy interesante en el que curadores como Dan Cameron se acercan a nuestro contexto. Me reconozco en lo latino, pero más en cierto arte anterior, más de los setenta, que de mi propia generación de exaltación de lo tropical. Yo vengo más de generaciones anteriores, los constructivistas, los cinéticos… Pero exposiciones como la que menciona sirvieron para generar y también fracturar la idea que se tenía de lo latinamericano.
Esta expo acaba temporalmente justo cuando llega a España. ¿Qué pasó después?
Caracas era muy cotidiana, me influía el día a día. Aquí, mi manera de trabajar cambió. Eso dejó de ocurrir. Y el trabajo pasó a ser más de reformulación de hechos históricos. Me volví más pop, y ahí están mis zapatillas, mis «skaters»… Los intereses eran más internacionales que personales. Estuve como cinco o seis años entre que cerré una serie y comencé otra. Los tiempos se alargaron. Y entré en la madurez. La explosión de pasar de una cosa a otra, pese a que yo me aburro muy rápido de todo, se alargó demasiado.
Obras como «San Guinefort» o «Sagrado Corazón Activo» hacen alusión a la religión pero también a la ciencia médica. El tiempo también ha moldeado la fe en las tecnologías. ¿Por qué tienen vigencia propuestas como éstas?
Creo que porque cuando la ingeniería o la ciencia entran en contraste con la metafísica, la gente tiende a validarlas aún más. Hay otra obra aquí, «El resplandor», en la que me inspiré en las células de contacto, las cámaras de infrarrojos… Cuando alguien llega con toda esa parafernalia para detectar una presencia, la gente confía más que si utilizas a un espiritista. Hay muchos espectadores que creen que en «San Guinefort», el perro está durmiendo, porque está conectado a una bombona de oxígeno; que el «Corazón» late porque lo ayuda una máquina… Lo tecnológico dificulta discernir si hay animal ya o no. Y en el arte se ha explotado mucho eso.
Tengo que preguntarle por la abundancia de animales y de niños en la exposición.
Siempre han estado muy presentes en mi obra. También los monopatines, que son un homenaje a la felicidad que me producía patinar cuando era niño. Cualquier historia, contada por un niño o a través de animales, tiene siempre un efecto de validación importante.
La plaza en la que se inserta este espacio está tomada por «skaters».
Pero a mí no me interesa este «skate», sino otro que se acabó en los ochenta, que era el de rodar, no el de saltar. Cuando el «skate» se vuelve vertical a mí me dejó de interesar. Porque para mí era un «interface» comunicacional. Y eso se ve en «La hermandad». Yo podía hablar y comunicarme cuando tenía un monopatín. Cuando no era así, esto se interrumpía. En cierto modo, es un homenaje a mi padre, que me dijo que el «skate» no me iba a aportar más que horas perdidas, nada de utilidad. Lo curioso de esta práctica es que tú puedes tener 40 o 50 años, ir en patines o bicicleta, y nadie te dice nada. Pero si vas en «skate» te miran bien raro. Mis primeras obras al respecto ya emanaban esas ironía. Y me decía a mí mismo: «Ya estás muy mayor para patinar».
También trabajó en esos inicios sobre el concepto pantalla. Podríamos decir que fue usted un visionario: ahora todo lo percibimos a través de ellas.
Lo mío fue ya un bombardeo en contra de la pantalla. «El resplandor» intenta alejarnos de unos demonios, demonios que vienen a través de una de ellas. Yo ya veía venir que todas estas cuestiones interactivas iban a explotar. Y hoy hay obras interactivas que son más interesantes que muchas obras de arte, que las asumen con naturalidad. Yo fui de los primeros que use el midi. Y cuando aparece una tecnología, hay que ser muy rápido, porque en poco tiempo te das cuenta de que otros artistas la van a asumir con total profesionalidad. Cuando Sony sacó el reconocimiento facial en sus cámaras de fotos, a los dos meses ya había obras de artistas que empleaban la técnica.
«Sagrado corazón», obra de José Antonio Hernández-Díez
La muestra se actualiza además con una obra nueva: «Filamentos». ¿Cómo se complementa con todo lo demás?
«Filamentos» se basa también en mi interés por la tecnología. Descubrí que Edison, cuando diseña los de las bombillas, las grandes familias empiezan a encargarle piezas personalizadas, que la gente acudía a ver a sus casas como si de obras de arte se tratara. La industrialización trajo, pese a sí misma, decenas y decenas de filamentos específicos. Yo comparo eso ahora con el original, que es el de la vela, siempre el mismo, que produce siempre la misma luminosidad. Por otro lado, también descubrí que la Iglesia Católica comenzó siendo renuente a la iluminación con luz artificial. Siempre queda esa relación entre tecnología y consumo. Y hacerlo en grabado me daba un cierto sabor añejo. Pero estas piezas van a envejecer de otra manera, diferente a como lo hicieron las piezas de vídeo, que hubo que actualizar. Hace diez años nos dijeron que había que abandonar las bombillas incandescentes para pasar a las de bajo consumo; ahora se ponen de moda las de Edison, y se comienzan a fabricar piezas que son caras, casi para coleccionistas. Eso me llama mucho la atención como artista: Cambios que se asumen como naturales.
¿Se ha convertido en un descreído de las tecnologías?
Yo me quedé en los ochenta. El motor de combustión no da para más. Tú ves esos coches supertecnológicos, pero que se siguen sirviendo de él. Claro que te facilita la vida, pero la tecnología que me interesó fue la de un momento preciso de cambio en el que había una parte romántica, de la que tenemos ahora que desprendernos porque todo se convierte en códigos binarios. Yo soy un chico malo…
Le vuelvo a plantear la pregunta: ¿Ha enterrado usted bien a estos muertos?
Yo creo que no. Annabel Lee siempre va a estar ahí. Como Houdini, siempre escapando, de igual forma que San Guidefort no se va a corromper nunca…
«Annabel Lee», de Hernández-Díez, primera obra del artista
¿En qué cree usted?
Yo soy un ateo natural, pero me eduqué maravillosamente en un colegio católico y lo agradezco. Haber conocido lo que es una misa, una sacristía, rebrota en mi obra. Me ayudó muchísimo. Aunque nunca creí en Dios. Pero acepto sus rituales, sus pasos sagrados…
¿En qué creen los que no creen? ¡En algo hay que creer!
Creo en la alegría. En el arte cien por cien. Creo en mi hijo, en mi familia. En la naturaleza. Y también creo en el escepticismo y en la espiritualidad sin alma.
¿Qué le tiene ocupado ahora?
Estoy trabajando en la idea de la luz como cosa fallida. No solo a nivel conceptual, sino también en todas las propuestas que han fallado en torno a la energía. Estoy trabajando con los primeros diseños de circuitos impresos, que han evolucionado, y que los ingenieros empiezan a modificar no sólo por cuestiones técnicas, sino también para sorprender a otros ingenieros. Y lo quiero presentar sin tecnología, también con grabados.
Le hice la misma pregunta a Carlos Bunga, amigo con el que comparte galería, latino como usted, y que le cede el testigo aquí: ¿Por qué ha tardado tanto la ciudad en hacerle un guiño expositivo?
Son casualidades. Yo llevo 20 años viviendo aquí y he mostrado la obra en colectivas, con la galería Estrany de la Mota, con la que trabajo aquí. Quedaba pendiente la institución… Yo creo que la calma me venía porque exponía en otros lugares. Y creo que a partir de ahora ya podré sentirme más cómodo al contar con una expo en la ciudad que me adoptó. Dices bien: hacía falta.
Me dejé el título para la última pregunta: «No temeré mal alguno». ¿No habíamos quedado que éramos escépticos?
Se trataba de eso: de asumir los retos del espacio. No todo artista es capaz de mostrar su primera obra. Yo lo he hecho. Eso se puede ver como algo naif, pero esta muestra es también una forma de que el MACBA salga de su ámbito de confort. El título lo dan los comisarios, algo que a mí me gusta que así sea. Este es un guiño a mi primera expo en Caracas. Un salmo bellísimo.
Hernández-Díez frente a su obra «La llamada», en el MACBA
José Antonio Hernández-Díez. «No temeré mal alguno». MACBA. Barcelona. Plaza dels Àngels, s/n. Comisarios: Latitudes. Http://www.macba.cat/. Hasta el 26 de junio
Texto ampliado del publicado
en ABC Cultural el 25 de marzo de 2016. Número 1.127