Crítica de la Bienal de Venecia 2022

Llorar sobre la leche derramada

Bienal ambiciosa, meándrica, la de Cecilia Alemani, aplazada y afectada por la pandemia. Tendente a lo historicista, tópica por momentos. No en todos los casos sale airosa

Esculturas del chileno Gabriel Chaile

Los que pudieron volver a Venecia hace ahora un año, en buena medida, para comenzar a preparar sus proyectos para la 59 edición de la bienal de arte que ya está en marcha, algo que sucedió tras un aplazamiento, una pandemia y un confinamiento, se encontraron con una ciudad diferente, vaciada, ‘recuperada’. Los que viven allí (los mismos a los que ahora se les escucha mascullar entre dientes «va’ a fanculo, turisti», mientras intentan alcanzar el portal de su vivienda), la sintieron como una cárcel, un martirio, un lugar del que escapar era imposible.

Es inevitable que estas (malas) ‘experiencias’ o ‘sensaciones’ de que ya nada será lo mismo sean buscadas por los espectadores en la propuesta que le ha tocado comisariar a Cecilia Alemani, italiana, pero responsable del programa de arte público High Line Art, en Nueva York (lo que podría explicar la escala de muchas de sus propuestas) que, sin embargo, no quiere que su edición de la bienal sea entendida como una respuesta al covid (aunque sí maniobra rápido, y de aquella manera, con un suceso sobrevenido como es el de la invasión rusa de Ucrania), pese a que en su formato hay mucho de metamorfosis, de surrealismo, de renacimiento, de hibridación, de ‘saberes’ alternativos y de replanteamientos. Nada, por otro lado, que no reme en contra del aire de los tiempos.

Su guía e inspiración ha sido Leonora Carrington (a la que luego, en cierto modo, esconde en el recorrido), de quien toma el título de uno de sus libros infantiles, ‘La leche de los sueños’, en el que la autora apostaba por un mundo en el que sus habitantes se reinventan a cada momento con tan solo aprovecharse del poder de la imaginación; una práctica sencilla pero que abole discriminaciones, prohibiciones y prejuicios.

El ‘elefante’ de Katharina Fritsch en el Pabellón Central

Qué duda cabe que todo director de ‘La Biennale’ ha querido dejar su impronta en ella. La de Alemani será la de haber echo saltar en mil pedazos el techo de cristal de las mujeres en el arte. De los 213 artistas convocados en la presente edición (de 58 países. Italia es uno de los mejor representados, por eso de que uno fomenta lo que conoce), un 90% son mujeres o personas que no se identifican ni con el género masculino ni con el femenino. La comisaria da de hecho dos importantes golpes de efecto iniciando el doble recorrido de este meándrico río lechoso con Belkis Ayón y Simone Leigh (y su apuesta por las sociedades matriarcales de las antiguas culturas negras) y la León de Oro a la trayectoria Katharina Fritsch (con su ¿elefanta? que parece machacar la tradición, representada en la sala histórica que lo alberga), en Arsenale y Giardini, respectivamente.

Ahora: apostar por la mujer no es garantía de éxito per se. Como bien me recordaba recientemente un destacado crítico y comisario, el feminismo como teoría política no es meter mujeres a cascoporro en las exposiciones, sino repensar los criterios.

Obviamente, la propuesta de Alemani tiene momentos brillantes, que generalmente le resuelven los grandes nombres ( Cecilia Vicuña, el segundo León de Oro a la trayectoria de esta edición; Nan Goldin y sus sirenas, Louise Nevelson, Barbara Kruger, Paula Rego…), en un recorrido descompensado entre Arsenale y Pabellón Central (se gana potencia en este segundo), en el que hay demasiado ruido, demasiado tópico (la mujer costurera; la mujer recipiente; la mujer madre; la mujer fuente de vida…) y hasta demasiado amateurismo, en un deseo de hacer prevalecer lo alternativo y artesanal a lo discursivo.

Espacio dedicado a Cecilia Vicuña

Porque esa es otra: la escala y lo que se cuenta. La comisaria nos interroga sobre mil cosas: sobre qué es ser humano hoy; sobre nuestra relación con el resto de especies, sobre nuestra relación con el mundo; sobre el mundo sin nosotros; sobre nosotros con las máquinas; sobre las máquinas sin nosotros, sobre ecología…

Normal que tenga la necesidad de generar exposiciones –hasta cinco– dentro de la exposición (ella las llama ‘cápsulas del tiempo’), generalmente con autoras históricas y, generalmente, por su abarcabilidad, de lo más interesante de la propuesta. Desde allí se ‘irradian’ los temas –’históricos’ y de las ‘históricas’– que luego recuperan con mejor o peor fortuna las contemporáneas.

En realidad, son pequeñas estructuras que permiten que, por ejemplo, Maruja Mallo, Claude Cahun, Remedios Varo o la propiaLeonora Carrington no ‘se pierdan’ entre la inmensidad (y lo innecesario) del laberinto de tierra de Delcy Morelos (¿no hablábamos de ecología?), el oportunismo de Raphaela Vogel o el efectismo de Sandra Mujing. Es en esos entornos acotados donde sí que se puede trazar cierta cronología en el relato, donde el kilómetro cero se situaría en el titulado ‘La cuna de la bruja’, en el Pabellón Central, en el que se integran Carrington y a las surrealistas, vanguardia esta que, según la comisaria, sí que fue más permisiva con la mujer artista.

Por cierto, otra de esas cápsulas está dedicada a los cyborgs… Justo en un momento en el que nos manejamos ya en el metaverso y nos planteamos volcar los cerebros en la nube. Ausencia de NFTs en la selección de Alemani. Ya se sabe, amigos: lo que se ve en Venecia, se vende luego en Basel…

Barbara Kruger en su espacio en el Arsenale

La experiencia veneciana no sería completa si no visitan los pabellones nacionales, una sección que siempre chocará con el deseo de internacionalización del mundo artístico y el auge de los nacionalismos en el siglo XXI. De hecho, la bienal da la bienvenida a nuevos países como Camerún, Nepal, Uganda o Namibia. Aquí no importa que algunos se pasen por el forro los derechos humanos o para con las minorías. Pero la conciencia queda limpia y tranquila con el pabellón ruso cerrado y anclado en 2019. Una cápsula de tiempo más, no buscada, y una instalación en sí misma sin haberse hecho allí nada. (Spoiler: Putin se esconde en el letón).

No ocurre lo mismo con el español, donde el esfuerzo ha sido titánico y el resultado, inapreciable. Nuestro representante, Ignasi Aballí –con el apoyo de la comisaria Beatriz Espejo– decidió rotarlo 10 grados para ponerlo ‘a la altura’ de los vecinos con los que se alinea (curiosamente, la Bélgica con más problemas territoriales que nosotros y la Holanda cada vez más xenófoba y excluyente).

Una propuesta, además, que recuerda mucho a ‘La distancia más corta’ de Juan Carlos Bracho, que en 2004 también rotó, él 14 grados, el Centro de Lectura de Reus, pieza que ‘releyó’ en 2019 en su entrada en Alcalá 31 (que también quiso rotar, pero de lo que desistió al acumulársele demasiados giros en el mismo escenario). El caso es que la acción de Aballí genera un pabellón dentro del existente, que no es que sea bueno o malo. Es que no se percibe. Eso es algo que se constata parándose a ver quince minutos la reacción del público.

Detalle del pabellón danés en los Jardines

Tampoco sale airosa la segunda parte de su propuesta, la que invita a recorrer Venecia sin ojos de turista. Para ello hay que recoger un mapa en el pabellón que conduce a seis destinos cuya recompensa es un libro de artista. Una semana después de la inauguración (repito: una semana después) no hay planos. Como para arriesgarse a descubrir si hay libros en una ciudad en la que el tiempo se cotiza más que algunas de las obras expuestas.

No está todo perdido. En este parque temático ‘mundieurovisivo’ que son I Giardini (y fuera de ellos) –si se quieren sentir en la Warner, pasen por Italia; para reírse un poquito, Brasil o Austria; Uzbekistán confunde esto con Fitur; Japón y Corea, con el Mobile…–, hay quien interviene peor su pabellón. También mejor, como Alemania y Maria Eichorn. Allí sí que se percibe perfectamente lo que la creadora quiere resaltar, aunque también le ha caído la del pulpo en su país.

Los tristes ‘ganadores’, el ‘bottom’ en esta clasificación de espacios peor entendidos son Dinamarca, donde mueren los últimos ejemplares de centauro (y un jamón, que cuelga de una de las salas), y Suiza (donde o se enciende la linterna del móvil o se sale sin dientes). Reino Unido (con Sonia Boyce) y Francia (Zineb Sedira) lo tenían todo para ganar: sororidad, diversidad racial, cultura… EE.UU. coloniza para la comunidad negra el suyo con la ya mencionada Simone Leigh, que hace doblete.

Aquí ‘han venido a jugar’ los belgas, cuyo proyecto, sin fisuras, de Francis Alÿs podría estar en Venecia, en la Tate o en el Palacio de Velázquez. Déjenme que les recomiende el rumano de Adina Pintilie. Allí no hay postureo, sino un canto crudo a las necesidades afectivas de los cuerpos que no pueden cumplir los cánones. Tan necesario como el neozelandés, aunque este ‘más fresquito’.

tras el baño de estrógenos en el Arsenale, el de testosterona en los eventos colaterales, muchos de ellos para retirarles el carnet de artista (ya se lo dije: el sexo no hace al artista): Kieffer en Palacio Ducal, Kapoor en la Academia. Beuys en el Palazzo Cini, Lucio Fontanaen diálogo con Anthony Gormley en el Espazzo Olivetti, Ugo Rondinone en la Scuola San Giovanni Evangelista… Nos redime Marlene Dumas en Palazzo Grassi… ¡Eso sí que es la leche!

Entrada al Arsenale de «la leche de los sueños»
59 Bienal de Venecia. ‘La leche de los sueños’. Venecia. Arsenale y Pabellón Central de I Giardini. Comisaria: Cecilia Alemani. Hasta el 27 de noviembre

Texto ampliado del publicado en ABC Cultural el 14 de mayo de 2022. Nº 1.519

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