Los espacios fragmentados de Santiago Villanueva
Santiago Villanueva reparte su ámbito de trabajo entre Palma y Madrid. Una nave a las afueras de la ciudad contiene a su vez una pequeña casita en la que «se refugia» y en torno a la cual que se distribuyen otros ámbitos del taller

Después de echar raíces durante más de 17 años en Palma de Mallorca, el madrileño Santiago Villanueva (1964) decidió regresar a la capital. Acababa de celebrar una importante exposición en el Casal Solleric y tuvo la sensación de que un ciclo personal se cerraba. «Sigo estando muy vinculado a Mallorca –confiesa el escultor–. Allí se ha desarrollado mi trayectoria como artista y tengo a mis equipos y a mi galería [la de Xavier Fiol, otro que también se trasladó a Madrid], pero una isla puede ser muy claustrofóbicacuando uno no nació en ella».
En su salto de la perifera a su antigua ciudad, Villanueva se dispuso a buscar estudio en otra periferia («No es una paradoja: es bueno estar en los centros urbanos, pero también saber aislarse de su energía; irse para trabajar y volver para mostrar lo realizado y ver lo realizado por los demás», puntualiza). Así recaló en los extrarradios metropolitanos de Madrid, donde encontró una nave industrial que le podría servir de extensión de su espacio de trabajo en Baleares: «La misión de este espacio es distinta. En Palma desarrollo labores de ejecución. Aquí me centro más en la reflexión, en los tiempos más íntimos del trabajo. Allí me muevo con equipos, aquí lo hago solo. Sin embargo, necesitaba tener un lugar como este porque colaboro con muchas galerías internacionales en Miami, en Estambul, en Panamá, lo que me obligaba a tener un espacio desde el que centralizarlo todo».

Por su escala, la nave de Villanueva en Ajalvir –nombre de la localidad en la que se asienta, a pocos kilómetros de Alcalá de Henares– permite a su propietario almacenar su propia obra y ocupar algunos ámbitos como espacios de trabajo. Pero también por la misma causa –su inabarcable tamaño, más de doscientos metros cuadrados–, y dado que el escultor perseguía un «ámbito más íntimo para desarrollar la labor», el entorno precisó de su intervención: «Y fue entonces cuando salió a relucir mi lado como arquitecto (disciplina para la que se formó en sus comienzos), lo que dio pie a un espacio original y diferente enclavado en el centro de la nave, que la ordena y genera en ella un delante y un detrás, y que también la personaliza».
Ese «espacio original y diferente» es, en realidad, una casita de paredes rojas en el exterior. Una estructura que, en un museo, podría confundirse con una pieza de Erwin Wurm o de Elmgreen & Dragset. Villanueva debe de ser de los pocos artistas que «vive» dentro de una escultura. La construcción, en medio de un entorno industrial, se hace notar. Abierta por uno de los lados –pero a una altura lo suficientemente baja como para tener que tener cuidado con la cabeza–, y levemente girada –de forma que no se desarrolla en paralelo a la puerta de entrada de la nave–, marca su espacio, y determina la de todos los demás ámbitos del taller.
«Con su cubierta a dos aguas, desde la que llega la luz –la describe Villanueva–, y sus paredes blancas en el interior, crea una sensación muy de hogar. La zona de entrada está diseñada a propósito, de forma que haya que agacharse y reverenciar el espacio al que se entra o del que se sale. Aquí es donde leo, donde me relajo». Dentro, los libros del artista, su biblioteca, y algunas de sus obras. También de las primeras («eran mis homenajes a Chillida», bromea).

Fuera, un espacio gemelo, más pequeño y que renuncia al rojo de su hermano, sirve de pequeño almacén y escenario de una mesa de despacho donde el artista dibuja o consulta el ordenador. Justo delante y detrás, dos áreas «sucias», espacios para modelar la madera y el polietileno (los restos en la chaqueta de nuestro protagonista son inconfundibles); rincones del escultor propiamente dicho, donde se generan las maquetas y se da las primeras formas a los materiales. La parte trasera también cuenta con una mesa que invita al dibujo, y un montón de obras almacenadas, propias y de otros: «Cuando pude permitírmelo, empecé a hacer una colección».
Villanueva confiesa que, en la fragmentación a la que da de sí su vida –el arquitecto que acabó siendo artista; el madrileño que emigró a Palma y realizó luego el camino de vuelta; el escultor que también trabaja en secreto la fotografía y que muestra ya su ánimo a enseñarla…– intenta tener más o menos ordenados sus entornos naturales: «En Madrid, en casa, tengo las obras de otros compañeros, trabajos que he comprado o intercambiado». En el taller, no obstante, a poco que uno se fije encontrará cajas con los nombres de Jaume Plensa, de Susy Gómez, de Jannis Kounellis…
«Me gusta disfrutar del arte de los demás cuando salgo de mi obra. Por eso no hay nada mío en mi vivienda. Quizás una pieza. Por contra, mi casa es muy minimalista y limpia. Tanto, que allí no tienen cabida los libros. La librería está aquí –en la «casa roja» y en la «casa blanca»–, textos incluso de cuando estudiaba. Eso es una de las cosas que me obliga a venir hasta aquí. Y en Palma queda todo lo que suponga una labor más fabril: herramientas, obras que se rematan, frente a las maquetas de las que nacen y que se generan en Madrid».

Imposible abstraerse del gran habitáculo que marca nuestro deambular por la nave. Las paredes encarnadas son empleadas por Villanueva como fondos para fotografiar sus obras, y por eso de ellas penden algunas de sus formas en las que se combina su gusto por los acabados pulidos y su tendencia a caer por efecto de la gravedad. Ahora, nos señala el artista, su interés se conduce hacia los reflejos, las inversiones, el ego, el narcisismo… Si este autor creó una casa dentro de otra, ¿por qué no vivir en ella?: «No creas que no le he pensado. De hecho, alguna vez me he quedado dormido en su sofá. Pero para mí, la idea de “ir” es importante. También la de “portar” y la de “saber irse”. Vivo en el centro de Madrid y hay días que me apetece venir aquí porque eso pone una distancia de por medio, sobre todo cuando estás enconado con ese ambiente».
Eso –lo de desplazarse hasta el taller, no lo de enfadarse con el mundo– suele ocurrir unas tres o cuatro veces a la semana. «Si algo me gusta de mi labor es que me permite disfrutar de cierta libertad y, dentro de las obligaciones que todos tenemos, me deja tomarme la libertad de elegir lo que hago cada día. Por eso, cuando vengo, tengo un “programa general” porque trabajo sobre un tema, pero no hay nada planeado. Hay días que necesito sentarme, desobsesionarme con algo, y me siento, leo o escribo. En casa también trabajo, porque soy sistemático, pero no vengo aquí todos los días porque no todos los días tengo algo que hacer. Y si alguien me llama y me da una buena noticia, pues me pongo a cantar. El eco de aquí hace que la voz resuene de forma bonita», bromea. Además, tenemos que tener en cuenta que, si no abre la puerta es que lo mismo está viajando a alguna feria, o trabajando, pero en Palma.

Sobre la mesa del despacho de la «casa blanca», una maqueta con el próximo proyecto de Villanueva, aún en ciernes, para la Capilla del Patio Herreriano. Un proyecto que desarrolla junto a la comisaria Carlota Loveart. «Me tiene muy ilusionado, sobre todo porque me está permitiendo pensar en gran escala, para un espacio abierto». Porque, como recuerda este autor, «si algo aprendí como arquitecto es que todo lugar determina la escala de tu obra. Eso también ocurre con la escultura, que en el fondo, es un volumen». Cuando Villanueva se trasladó a este lugar, sus obras le empezaron a parecer pequeñitas, como las docenas de huevos dorados (un proyecto de escaparatismo reciente) que descansan en la parte trasera. «Esa es la razón de que comenzara a expandirme, de que me hiciera más monumental».
La visita llega a su fin. Una duda antes de apagar la grabadora: ¿Podría llegar a cerrar este taller el estudio de Palma? Villanueva se piensa la respuesta para ser políticamente correcto con sus propios pensamientos y responde: «Este lugar cumple los requisitos de almacenaje e intimidad que necesito. Por eso, podría llegar a reducir la dimensión del de la isla. Sin embargo, seguiría colaborando con los equipos que allí tengo, porque están ya muy formados y porque trabajamos ya casi por telepatía. Aquí estoy estableciendo relaciones con otros nuevos, complementarios a esos. No lo sé… Tal vez el espacio en Baleares podría llegar a tener un valor residual; un pequeño lugar donde dormir cuando vuelva a mi isla…». Lo dicho: la vida de Villanueva, cartesiana y caótica, insular y continental, escultórica y arquitectónica, racional y azarosa, rezuma fragmentación. Y necesidad de volver al hogar, el oficial o el que uno crea donde pace. Siempre.
Texto publicado en ABC.es el 24 de abril de 2017