«Soy un exhibicionista por naturaleza»
Ha sido uno de los personajes más ireverentes de la Barcelona «underground» de los setenta y ochenta, que ahora publica la primera parte de sus memorias. Nazario ilustra ahora al personaje que mejor conoce: él mismo

Madrid se ha levantado hoy tonto y no muestra su mejor cara. Les hablo del día de las oleadas de lluvias de barro que se sucedieron a lo largo de una de las últimas jornadas del mes de julio como plagas biblícas contemporáneas. El cielo no muestra ese azul solo propio de aquí, pero, aún así, Nazario tiene abierta de par en par la ventana de su hotel, desde donde otea la ciudad. Como hace en su casa, en Barcelona; esa que mira a la plaza Real y que es base de su trabajo fotográfico. Y como ha hecho en La vida cotidiana del dibujante underground (Anagrama), primera parte de sus memorias en las que el ilustrador y dibujante da fe como un notario de buena parte de su vida -de su llegada a Cataluña en un tren que curiosamente se llamó El catalán hasta la Barcelona pre-olímpica– y en la que pulula toda clase de fauna –conocidos de todos como Mariscal, Lou Reed, Ocaña o Almodóvar– hasta sujetos anónimos para nosotros (Camilo, Ana Seró…) que, desde luego fueron los protagonistas principales de esta historia que su autor ofrece con lenguaje descarnado y en toda su crudeza. En gran medida, su historia y la de la España reciente que relata es también la nuestra.
¿Por qué unas memorias y por qué ahora?
¡Hombre! Algún día tenía que ser. Mi última exposición coincidió con el inicio de la crisis. De pronto me vengo abajo con el rollo de la pintura porque empiezo a pintar cosas que no son ni bodegones, ni naturalezas muertas, con los que me habían encasillado, y que parecen que no gustan. Eso me obligaba a seguir pintando las mismas cosas de antes. Ello, unido al cierre de las galerías Sen en Madrid y la Castellví en Barcelona que me representaban, me llevó a plantearme el futuro. Entonces me di cuenta de que no tenía página web, algo que me cabreó bastante porque la razón era que no se me había ocurrido tenerla. Como soy muy pusilánime, empecé a recopilar todos los recortes de prensa que tenía desde los setenta y a seleccionar imágenes. Todo eso me ocupó más de un año, más el tiempo que supuso luego sentarse con un informático dictándole cómo tenía que ir todo. La web me obligó a escribir una especie de resumen biográfico por años, que quedó aparcado en el 2013, que es cuando termino la página. Al acabar, me percaté de que ya tenía un buen trabajo adelantado si quería poner en marcha una autobiografía de verdad. Tiré así de los diarios que conservaba desde los 14 años hasta hoy, acudiendo también a la memoria de los amigos, a la mía propia, como ya había hecho anteriormente con el libro La Barcelona de los 70 vista por Nazario y sus amigos, solo que ahora de forma más íntima.
Una de las cosas que me resulta más curiosa es que estas memorias comienzan cuando usted tenía 30 años. ¿No pasó nada trascendente antes?
Estuve unos tres años escribiendo. Me salieron unas mil y pico páginas en Word, que, según el editor, podrían ser más de dos mil para un libro. Eso era algo impublicable. Pero ahí si que se recorría desde mi infancia hasta el cambio de milenio. La idea es ir sacando los contenidos por bloques, empezando justo por el momento en el que llego a Barcelona hasta más o menos las Olimpiadas de 1992. Desde luego, yo no nací en 1972, ni me morí en los noventa. Hay otro bloque que contempla mi época desde que acabo los estudios, comienzo mi vida independiente y caigo en Morón de la Frontera donde hay una comunidad gitana flamenca muy importante, con Diego del Gastor, para mí, el mejor guitarrista que ha habido en el mundo gitano. Conocí todo ese mundo, casi a punto de extinguirse, lo que me enriqueció mucho y me abrió el oído. Luego me trasladé a Sevilla, estudié en la universidad, empecé a salir oficialmente del armario –en Torremolinos, que es donde lo hacía todo el mundo–, tuve un novio noruego cinco años, otro guardia civil… Retrato entonces la vida homosexual en una pequeña ciudad de provincias como es la capital andaluza. Dejo de tocar la guitarra flamenca y comienzo a retratar. Y me planteo lo de trasladarme a Barcelona. Todo eso es otro volumen. Y justo lo anterior, con mi infancia o el colegio de curas, será otro, mientras que el periodo que ocupa desde 1992 hasta hace dos años que muere mi amigo [Así es como Nazario se refiere a la pareja sentimental que le ha acompañado toda la vida] daría lugar a otro bloque. Espero que, dado el éxito del recién publicado, o, al menos, su repercusión, todo se traduzca en resultados y que a la gente le guste.

Mencionó antes como en el año 2000 ya publicó «La Barcelona de los años 70 vista por Nazario y sus amigos». De hecho, en este libro reproduce algunos pasajes.
Por ejemplo, la vida de uno de los personajes, Camilo, que la tenía allí totalmente perfilada, y a quien estaba dedicado ese libro, de igual forma que este se lo dedico a Alejandro. Camilo fue una figura muy importante, ya que, así como Ocaña fue un revulsivo, una figura mítica que todo el mundo conocía, él representa a ese tipo de figuras que llegan a Barcelona para triunfar y al final no lo logran. Yo las llamo «estrellas fugaces», chicos altos, guapos, que querían comerse el mundo y que al final el mundo se los comió a ellos. Se vuelve a Sevilla sin conseguir ser modelo, muere de sida, sin que se le reconozca nada. Había mucha química entre él y yo porque él era de Moguer, en Huelva, y yo de un pueblo la frontera de Sevilla con esa provincia, de forma que había muchas expresiones en la forma de hablar y gustos gastronómicos que nos unían aún más. Como me había salido tan bien la semblanza de Camilo, reescribirlo todo me parecía absurdo.
¿Cuál es la diferencia, entonces, entre los dos volúmenes?
En La Barcelona de los años 70, lo que hice fue darle a cada uno de mis amigos la oportunidad de escribir sobre un hecho determinado, y me dejé para mí algunos textos, como el de la semblanza de Camilo, ya entonces desaparecido. Ambos libros parten de dos visiones diferentes. La anterior era una obra coral, hecha con mi archivo fotográfico y entre colegas; una obra con mucha ilustración y en la que me centré en cosas que ahora algunos lectores echan en falta en La vida cotidiana del dibujante underground, cuestiones como el trabajo en cómic, ciertas portadas, discos… En la obra anterior, yo era un personaje más dentro de un grupo, mientras que aquí todo gira en torno a mí, hablando de aquellos que realmente han sido decisivos en mi vida. Hay amigos que no calaron tanto, pero siguen siéndolo, y otros que fueron decisivos, como mi compañero Alejandro, al final, mi marido, con el que estuve 36 años, que al final se lleva un buen grueso del libro. Por aquí va pasando todo el que tuvo una relación conmigo –hombres, mujeres– bien de amistad, bien de sexo… Ese es el ambiente que retrato.
¿Es más fácil dibujar o escribir? ¿Con cuál de las dos técnicas es más descarnado? Porque el libro no se caracteriza por que usted se muerda la lengua…
Si me hubiera mordido la lengua, después de crear un personaje como Anarcoma, habría resultado fatal, sobre todo con el historial que cargo a mis espaldas. No tenía más remedio que expresarme así. A lo que se suma que soy exhibicionista por naturaleza. No me importa contar estas intimidades porque, para mí, no lo son. Son vivencias, formas de vida que describo. Para mí una relación sexual no tiene más trascendencia que ser una relación sexual. Lo único es que sea con este o con el otro. ¡Hombre! Sí que es cierto que no es lo mismo practicar sexo con el que va a ser Papa del Palmar de Troya que con un tipo que te encuentras una noche en cualquier sitio y no lo vuelves a ver, o con un paquistaní con el que mantienes una relación tres años y luego desaparece…
Insisto, ¿qué es más difícil: escribir o dibujar?
Tal y como soy yo, cualquier cosa. Estuve ocho años intentando tocar la guitarra y no lo conseguí. Además no me conformaba con tocar un poquito en plan acompañamiento, sino que quería ser como Diego del Gastón, lo que no conseguí. Con el cómic, también me puse como meta unos planos picados y contrapicados para los que, con mi educación pictórica que era ninguna, no estaba preparado. Con la pintura, otro tanto: yo buscaba una perfección con las acuarelas, un hiperrealismo que con esa técnica es dificilísimo, ya que seca pronto y has de ir a tumba abierta. Y con la escritura, pues tengo que decir que a mí siempre me ha gustado mucho leer, y por eso sé, cuando abro un libro, si a la tercera página este tipo me interesa o no. Henry James, es muy bueno, pero a mí no me llega. Yo sé cómo se ha de escribir claramente, cómo ha de exponerse algo, de forma concisa, pero con cierto barroquismo y sin querer emular a Azorín. Pero todo eso cuesta trabajo, y me hace repasar una y otra vez lo que compongo hasta que creo que ha quedado perfilado lo que quería transmitir.
Sin embargo, lo de escribir le viene de lejos. Mencionó antes sus diarios, a los que recurre y que vuelca en determinados momentos en esta biografía.¿Qué lectura personal hace de lo que plasmó –y como lo plasmó– hace 40 años?
Desempolvar los diarios me llevó a observar que su escritura era fresca, muy espontánea, llenos de información inconexa, porque estaba escribiendo y me emborrachaba y cortaba la escritura, o llegaba Alejandro y comenzaba a follar y dejaba de interesarme lo que escribía… Su inmediatez me sedujo. Podría haber optado por rememorar, pero he preferido calcarlo tal cual porque me parece más válido. Pero ese cruce de tiempos es curioso, porque se solapa con otros. Por ejemplo, yo escribí el libro con Alejandro vivo, pero lo he repasado tras su fallecimiento, lo que ha hecho que no pueda evitar hacer después referencias a su muerte. Obviamente, es algo que me ha marcado mucho. Aunque no quiero centrarme en el presente. La pregunta inevitable es que diferencias veo entre la Barcelona actual y la del libro. Casi prefiero no meterme en esos vericuetos… Además, mi actitud no ha sido nostálgica, sino la que tomas cuando escribes un libro de Historia.
«La piraña divina», «El Rrollo enmascarado», «El Víbora»… Uno de sus personajes fundamentales fue Anarcoma. ¿Cuánto había de autobiográfico y cuánto de ficción en él?
En El Víbora, cada uno de sus autores quiso reflejar su vida, que era heterosexual. Por eso yo quise plasmar la mía, homosexual, desde un personaje que tenía ganas luego de recuperar, continuar y que al final pudiera ser un álbum autónomo. Hasta ese momento, todos mis personajes lo habían sido para proyectos cerrados. Pero un homosexual, en mi opinión, no iba a poder englobar todo lo que yo quería tratar; una mujer tampoco, porque no lo soy… Entonces se me ocurrió esta travesti, este hombre-mujer, y el hecho de que fuera detective era una cosa extravagante, pero que ya denunciaba que no tenía por qué ser alguien que se dedicara a la prostitución por su naturaleza. Anarcoma fusionaba los conceptos «anarquía» y «carcoma». Era libertario, transgresor, y me sirvió para relatar ese mundo «canalla» que decían que existía en Barcelona y que tanto me seducía. Se acercaba al Genet de Diario de un ladrón, aunque el francés adopta un tono muy poético que a mí me encanta, pero que yo no sigo porque soy más pragmático, muy realista, casi costumbrista. Muy diferente.

Mire que ha pasado gente por su vida, muchos conocidos de todos nosotros: Almodóvar, Mariscal, Montesol, Lou Reed… Por cierto, no guarda grato recuerdo de este último: Le plagió.
Es el caballo de batalla de todas las entrevistas. Un día le enseñaron un dibujo mío que había hecho para una revista, pero que a él le gustó para la portada de un disco [se refiere a Take no prisoners]. Pero cuando este salió a la venta, al dibujo, que ocupaba la portada y la contraportada, le habían quitado mi nombre y habían incluido unos añadidos de su cosecha. Comenzamos los trámites y los juicios, que no condujeron a ningún sitio porque luchábamos contra una multinacional. Se ha intentado crear un enfrentamiento directo entre mi persona y el cantante: nada más lejos. Así como Marc Almond sí que venía al bar Kike con el novio cuando iba a Barcelona y me encargó la portada de un disco sin que nos entendiéramos (yo no hablaba inglés, ni él español), y que luego a su compañía no le pareció decente o comme il faut, con Lou Reed no hubo este contacto directo. Era una multinacional contra un dibujante underground de un país exótico y de mierda como era España. Es como si una discográfica de aquí se interesa ahora por algo de un dibujante de Bután, que no se para a pensar en la realidad de este profesional. El caso es que lo calcaron, unos cuanto cambios, y sustituyeron mi nombre por el que perpetró la fechoría. La relación entre nosotros, Gaspar Fraga, que era el editor de la revista, y yo, ya te puedes imaginar: Nueva York, un abogado, el abogado que pedía dinero, nosotros sin un duro… Así que desistimos. Pero pasaron 20 años y, cuando se reeditó el disco en cd, volvieron a usar la imagen, también en España, cosa que habían evitado en su tiempo en nuestro país. Volvimos a los juzgados, estuvimos otros cuatro años, le intentaron dar la vuelta a la tortilla y me acusaron a mí de ser el plagiador y al final se vieron obligados a indemnizarme con cuatro millones de pesetas (que decían que era lo máximo para este caso), de los que el abogado se quedó con dos. Pero era un dinero con el que me callaban para siempre y evitaban que pudiera reclamar más, sin evitar que el disco siguiera funcionando sin mi nombre.
Sobresalen dos personas a las que dedica buenas páginas. La primera es Ocaña. Lo que me llama la atención es que, confesando usted que era irremediablemente tímido, encontrara tal fascinación en su persona, si era su opuesto.
Alejandro y yo siempre comentábamos que no existen las medias naranjas: están también los medios limones, las medias peras y los medios aguacates. Y dos mitades de la misma fruta no suelen congeniar. Alejandro era todo espontaneidad, vitalidad y energía, todo lo contrario del progre intelectual y antiguo existencialista que yo había sido. Y con Ocaña pasaba algo similar. Él no necesitaba ningún tipo de droga o alcohol para ser como era porque tenía una energía desbordante y era una fiera del teatro. Siempre dije que fue más un animal de escenarios que un artista pintor; un showman que engatusaba al público cantando, recitando, bailando, enseñando el culo, buscando ropa para sorprender… No dejaba nunca a nadie indiferente. Podías escucharle tres horas y seguías pidiendo más. Y yo era tímido, tenía que emborracharme, y él me arrastraba para que lo acompañara. Yo me dejaba. Y así íbamos a las jornadas libertarias y montábamos los números despelotándonos en el escenario, como hacíamos en el Canet o las Ramblas… Sus números se convirtieron en auténticos clásicos en la Barcelona de la época.
¿Se le ha llegado a hacer un verdadero retrato o se lo ha comido el mito?
Hacerlo era muy difícil, y, con la distancia, más. Sobre todo por su versatilidad. Su faceta de pintor se basaba más en su deseo de serlo que en su trabajo. Igual, si no hubiera muerto, habría devenido en ello a base de insistir. Ya la crítica se habría encargado de colocarlo en su sitio. Pero él fue un torbenillo sin límites. Precisamente los cineastas y fotógrafos vieron un filón en él porque era un tipo que en una sesión no te ponía cara de palo como yo, sino que se tiraba al suelo, daba posibilidades de encuadres y enfoques sin que se los pidieras. Otra característica era cómo le gustaba «adobar» las exposiciones de tal forma que la obra quedaba anulada por el arropamiento que les generaba. Puso toda una muestra en La Capella con doscientos muñecos, cien niños vestidos de angelitos, el incienso, una virgen de su pueblo… Sus cuadros, obviamente, quedaban perdidos y tapizando el espacio, muy juntos unos de otros, sin individualizar. No se sabía si eran un adorno. En cierta medida, era un visionario. Como cuando hacía una performance. En otra época y en otro lugar lo habrían apreciado más.

El otro personaje es Alejandro. Su pareja «oficial». Su «jardinero» y, a la vez, «su flor preferida». Reconoce que no era una persona ni de confesiones, ni de grandes conversaciones. Le doy la oportunidad de decirle desde aquí algo que nunca le confesara y que tampoco ha escrito…
No hace falta. Incluso al final de su vida, con el tratamiento de quimioterapia, que fue un poco desagradable, ya tuve ocasión de decirle cualquier cosa que no le hubiera contado. Él era muy hermético. Y se callaba. Pero, de repente, recordaba tres meses después algo que le había molestado y que yo ya ni recordaba, porque yo suelo ser bastante cascarrabias, pero se me pasa enseguida el motivo de mi enfado. Siendo sincero, creo que no me quedó nada por decirle. Cuando le conocí, le invité a compartir conmigo su vida. Él vivía en Sevilla, con su novia, su estatus, su casa alquilada. Yo entonces vivía en Barcelona en la plaza San Josep Oriol, con Mariscal y los demás, y él aceptó. No tenía dinero y compartíamos lo que había. Nunca me preocupó el dinero. Lo tenía para él o mis amigos. La relación con Alejandro fue de un desprendimiento total por parte de ambos. Le enrolló estudiar jardinería y lo hizo con ahínco yendo a clases, hasta que se cansó. Entonces le dio por el árabe, porque siempre le daba por cosas totalmente inútiles. Como los jardines que yo ahora tengo que mantener en la azotea de casa con hasta 70 variedades de plantas. Las obras que hizo con papel maché o barro eran un encanto, porque el suyo era un arte minimalista poco noble, muy apreciadas, pero que le llevaban mucho trabajo, unos ocho meses por pieza, que luego no le daban ni para vivir un mes. Pero era su entretenimiento, y a mí me gustaba que así fuera. Así que tan contentos los dos.
Conoció el movimiento «underground» barcelonés y también la Movida madrileña. ¿Eran comparables?
No tenían nada que ver. Estoy intentando organizar una exposición de fotos y vídeos en Barcelona, todo girando alrededor de la Plaza Real en la ciudad, desde donde yo tengo mi ventana desde la que retrato a todo su personal desde hace años, y estoy seguro de que, en un momento dado, le puede interesar más a un Museo Reina Sofía que a una Barcelona, porque ellos son así. El pueblo de uno no es que te menosprecie, pero sí que te deja para otro día.
Usted ha sido crítico con la Barcelona preolímpica. Lo mismo es que le tienen un poco de inquina.
Espero que no. Pero retomo la pregunta anterior. Ceesepe, Ouka Lele, El Hortelano, estuvieron viviendo en Barcelona durante la «movida» de allí, pero en los ochenta se fueron a Madrid. De hecho, lo de la exposición ha venido a cuento porque ahora me he acordado de la que organizó Esperanza Aguirre hace unos años con diferentes ramificaciones y un catálogo enorme y para la que se nos pidió obras a Mariscal y a mí como partícipes de alguna forma de la Movida en Madrid. Pero esta, y esto es algo que denostan lo que participaron en ella, se limitó a la música, a unas actuaciones en el Rokola y otros lugares míticos, y por todo lo alto, no como se hizo de forma más incipiente en Barcelona. Para los que estaban aquí, se trataba más de un pasarlo bien cada noche, un invento de provincias para el que los chicos y las chicas se vestían para venir aquí y que hablaban de «movida». Los que vivían en Madrid no sabían ni lo que era.

Le toca elegir de nuevo: ¿Comuna de la calle Comerç o la casa de la Plaza Real, en la que todavía vive?
Mi vida siempre se ha desarrollado a caballo entre dos situaciones: Sevilla y Barcelona, mis amigos heterosexuales y los homosexuales… Yo en Comercio era el único gay de la comuna, pero como si hubiera sido zoófilo: a todo el mundo le daba igual lo que hacías. Cada uno era libre de meter en su cama a quien quisiera. Y allí fue donde conocí a Ocaña y comienza mi dicotomía entre la gente del mundo del arte, más underground, de Comercio, y el estudio que el propio Ocaña tenía en la plaza Real, donde están sus chulos, donde está Camilo, chavales jóvenes que venían de la cárcel, vendían droga… Un mundillo que a Ocaña le fascinaba. Yo miraba lo uno y lo otro y me sentía tan a gusto. Fue un poco más adelante, viviendo en San Josep Oriol, que empezamos a ser más conocidos, y viene la (Paloma) Chamorro a entrevistarnos, y Ocaña me comenta que hay un estudio libre en la casa donde él vivía. Era un espacio compartimentado en unas ocho estancias con gente de lo más variopinto: había unos abogados que usaban la suya de picadero, Ocaña tenía dos, otras se empleaban para que se ejerciera en ellas la prostitución… El estudio que quedó libre, con una ventana a la plaza Real, es el que me quedé yo, ya que el piso de San Josep Oriol estaba totalmente «tocado». Acababa de conocer a Alejandro y necesitábamos un llámalo «nido de amor». Y allí que nos fuimos. A esa casa está dedicado el final del libro, en el que cuento los avatares de la misma hasta que la rehabilito, lo que me lleva a vivir un año largo en casa de Mariscal, que también me daba dinero para la comida (siempre fue muy desprendido). En esa escalera, la mía, vivió y murió Vicente Escudero, el bailarín. Había dos pensiones frecuentadas por magrebíes y drogadictos, de forma que lo mismo te encontrabas a uno con la jeringuilla colgando y tenías que saltar por encima para pasar, como con una maleta robada y reventada que habían dejado allí. Pero comenzó la especulación, la campaña de Maragall «Barcelona posa’t guapa», que no fue más que un lavar de cara a la ciudad con vista a las Olimpidas, y gente que tenía pisos como el nuestro apareció amenazándonos con echarnos si no comprábamos. Nuestro casero nos tuvo tres años en precario, lo que luego se conocerá como mobbing, y que nosotros sufrimos de primera mano. Ese es un retrato de la Barcelona preolímpica, sufrido en mis propias carnes.
En el libro habla a calzón quitado: es crudo en el estilo, en las descripciones… Y por las páginas pululan toda clases de excesos: sexuales, de drogas, delitos… Sin embargo, reconoce que el gran problema realmente fue la bebida: «No éramos alcohólicos, sino borrachos».
A nadie en aquella época se le ocurría acudir a alcohólicos anónimos porque nadie tenía problemas de enganche. Eso eran palabras mayores. Incluso la gente que se pinchaba se excusaba diciendo que sólo lo hacía los fines de semana o para ir a las fiestas. La conciencia llegó después. Mi droga fue siempre el alcohol. Y tuve problemas porque intenté dejarlo muchas veces, ya que me impedía trabajar, sin conseguirlo. Llegó un momento en que consumía una botella de whisky diaria, borrachera por la mañana, dormía la siesta y me levantaba por la tarde con la misma resaca con la que me levantaba por la mañana. Y comenzaba de nuevo la borrachera con la otra media botella de whisky. Yo me había enganchado en los bares como el Kike, de la Paca la Tomate, que me proporcionaban el alcohol gratis. Alejandro me dio libertad siempre, y no se metía conmigo, quizás porque yo era siete años mayor y siempre en el underground se han respetado las edades. Además se suponía que yo era más responsable y pragmático, el que llevaba las riendas de la casa. Yo, al ser más gruñón, le regañaba más. Al final pude dejarlo, con pastillas y con una amiga psiquiatra, Ana Seró, que fue una especie de novia, novia de muchos, que al final se suicidó al tercer intento.
Por cierto, ¿cómo contempla las actuales manifestaciones del Orgullo Gay alguien que se jugaba la cara –y la libertad– mostrándose tal y como era hace unas décadas?
Creo que hay que seguir reivindicando. Yo tengo una exposición ahora mismo en Córdoba organizada junto a la Diputación y al Ayuntamiento, que se inauguró coincidiendo con el Orgullo. Pensaba que me iba a perder la manifestación de Barcelona, pero como se retrasó, pude acudir. Eso significa que no me he saltado ninguna de las celebradas allí. Me hicieron una foto con Ada Colau, que es una mujer encantadora, y que se encargó de mover en sus redes que desde hace 39 años no me he perdido ninguno de estos encuentros en la CiudadCondal, invitándome a celebrar el 40 aniversario en 2017 con una expo al aire libre por las Ramblas sobre Ocaña, las primeras manifestaciones, las revueltas policiales… Hay que estar siempre al pie del cañón. La normalización es algo que se consigue a base de insistir y no se puede ceder ni un ápice. Aparte de que todavía queda mucho por reivindicar, sobre todo en lo referente a las minorías.

¿Y quedan hoy bajos fondos que ilustrar?
El cambio ha sido radical. No creo que pueda volver una realidad como la que vivimos, y tampoco me apetecería. Y desde las Olimpiadas, los cambios han sido abismales en Barcelona. Barcelona comenzó a agrisarse a medida que Madrid, con la Movida en los ochenta, iba adquiriendo su brillo, mientras en Cataluña nos aplanábamos con el gobierno de Pujol y esa especie de mediocridad de botiguers. En esas estamos, además de invadidos por el turismo que es una especie de rodillo irreversible.
Parte de su álbum fotógrafico personal se reproduce en el libro. Con el tiempo, usted también encontró interés en la fotografía como técnica.
Yo no sé hacer fotografía. Tengo un par de cámaras pero yo me dedico con ellas, en plan La ventana indiscreta de Hitchcock, a retratar desde mi balcón el día día: de lo cotidiano a lo extraordinario, como el día que se incendió el Liceo. Tengo una pieza de más de 50 fotos seleccionadas en las que documento la reconstrucción. En cuanto a la gente que circula por la plaza, igual. Yo tengo amigos que los he hecho fotografiándolos. Lo que hago es una crónica a todos los niveles. Me gusta mirar. Viajo en tren o avión y pido ventanilla para ir todo el viaje observando. No entiendo a la gente que vive de espaldas a la plaza detrás de una cortina. Cuando me levanto, lo primero que hago es acercarme a la ventana y conocer las nuevas historias: la ambulancia, el último robo, los supervivientes del after… Gentes que me fascinan y de los que me gusta captar sus reacciones.
Sabemos a quién están dedicadas estas memorias, pero, ¿a quién están «dirigidas»?
No me gusta dirigir nada de lo que hago a nadie. Incluso cuando Anarcoma se publicó en El Víbora muchos me preguntaron que por qué no lo hice en una revista gay para público gay. Mi respuesta es que yo no hacía tebeos para maricones. Son para todo el mundo, entre ellos, los maricones. Lo mismo que siempre me gustaron los bares abiertos y rechacé los guetos. Yo he lanzado el libro y a ver ahora quién recoge la pelota. Quizás para algunos hablo en él demasiado de sexo. Pero es que mi vida está rodeada de sexo. De hecho, el título conjunto de todos los volúmenes iba a ser Un pacto con el placer. Yo soy hedonista y me gusta mirar, tocar, acariciar, como me gusta comer. Por eso tengo varios novios: porque cada uno tiene unos ojos diferentes, una forma de acariciar diferente, y en la variedad se alaba mejor la diferencia.

Texto ampliado del publicado en ABC Cultural para KiosoyMás el 30 de julio de 2016