Giacometti, en cuerpos y almas
El Museo Guggenheim de Bilbao convierte sus salas en caja de resonancia del estudio que Alberto Giacometti regentó durante toda su vida en París. A modo de retrospectiva, la muestra destaca por su cuidado montaje

No es nada fácil hacer una muestra de Alberto Giacometti (1901-1966), básicamente por ser uno de esos artistas clave del siglo XX, en la mente de todos. Un creador que parece que «siempre ha estado ahí». Le ocurre en cierta medida como a Picasso, que, al convertirse en marca, no paladeamos como debiéramos.
Imposible que pase un mes sin que el artista suizo (fue la nacionalidad que siempre reivindicó) no nos dé un titular: en junio, el «Instituto» que lleva su nombre en París abría las puertas de la recreación del que fue su estudio durante casi toda su vida en la capital francesa. En noviembre, Christie’s Nueva York subastará 27 lotes de obras realizadas a la limón con su hermano Diego (que fue «su asistente» y principal modelo masculino). También el Museo del Prado le hará un guiño en 2019 en su bicentenario…
La muestra que ahora le dedica el Guggenheim de Bilbao (tras su paso por Nueva York y Quebec) posiblemente sea una de las más importantes sobre este autor realizadas hasta la fecha, con 200 obras entre esculturas, pinturas y dibujos, y con buena parte de sus piezas maestras en la que, sin duda, sobresale su montaje, cuidadísimo (en el que quizás ha faltado, por ponerle un pero, jugar un poco más con la iluminación). Éste da qué pensar.

Vuelvo al estudio del autor. A los apenas 23 metros cuadrados que alquiló en Montparnasse (los que se recrean desde el verano cerca de la calle Hippolyte-Maindron, aunque no fue exactamente allí donde se desplegaron), y de los que salió la casi totalidad de la producción del artista. A este espacio solo le fue infiel durante la II Guerra Mundial con una habitación de hotel en Suiza que adecentó para trabajar y con el taller paterno en Stampa (Italia), un antiguo establo donde empezó a descubrir el arte junto a su progenitor (el pintor neoimpresionista Giovanni Giacometti). Allí recalaba algún verano. Marcas en el suelo le permitían retomar la labor exactamente donde lo había dejado la temporada anterior…
Vuelvo a ese estudio, donde todo se acumulaba, donde todos se arremolinaban (a Giacometti le encantó siempre recibir visitas, de los pelajes, además, más inverosímiles), y reparo luego en las amplias salas del museo bilbaíno, blancas, inmaculadas; en los pódiums que se han diseñado para disponer las obras como si de tesoros se tratasen (y tesoros son, pero de otro calibre). Reparo en las vitrinas en las que con distancias «germánicas» se separan las obras, junto a aquellas otras que hacen guiños a sus famosas cajas, y siento que algo de esencia se pierde en pos de la adoración de un mito, de un semidiós del arte; de un creador que se ha convertido en ejemplo supremo de la existencialidad humana (buena culpa de eso la tuvo Sartre, al definirlo en esa línea). Una cuestión de escala: algo, por otro lado, que tanto mortificó a este creador.

Y curiosamente, Giacometti (como Picasso), con dificultad pasaría la prueba del 9 de ejemplo de rectitud, sobre todo si posamos el escáner millennial sobre su relación con las mujeres (el 50 por ciento de sus modelos, junto al otro 50 por ciento que fueron los hombres… Y un gato, el de su hermano Diego, en yeso, una de las joyitas de la cita): Para él posaron su esposa, Annette, pero también sus amantes, Isabel Nicholas, Caroline… Visitaba los prostíbulos como el que hace ahora la compra en Mercadona (y hasta se atrevió a componer un ensayo al respecto), mientras, entre sus amistades contaba con una feminista acérrima como Simone de Beauvoir… Humano, demasiado humano. No es de extrañar que la figura humana se convirtiera en su tema central.
La retrospectiva del Guggenheim repasa de forma cronológica su trayectoria, con pequeñas incisiones técnicas o temáticas en el recorrido, pivotando sobre algunas de sus obras maestras: La mujer cuchara (1927) de sus inicios cubistas, cuando se ve tentado por las formas del arte africano. La bola suspendida, alabada por René Crevel («las palabras, las palabras por fin hacen el amor»), su Objeto desagradable (¿una vaina?, ¿un consolador?, ¿un objeto ritual? Sin duda, algo, lo que sea, en la estela de Bataille), o La mujer degollada, medio fémina, medio insecto, que encandiló a Salvador Dalí: Estas tres obras constatan el apego del suizo por el Surrealismo y por el sexo. Y las Mujeres de Venecia, su entrada en el pabellón francés de la Bienal en 1956, uno de sus mejores ejemplos de su retorno a la figuración desde los años 30, que tras su restauración y su paso por la Tate, se muestra completo por segunda vez.

Pero, sobre todo, son los juegos de escala lo que destaca con diferencia en una muestra en la que también se analizan los paralelismos entre su pintura y su escultura (óleos tan matéricos que parecen tridimensionales; lienzos delimitados con el dibujo como en un guiño a las jaulas…); su obsesión por las figuras alargadas y filiformes, también por sus tamaños; el empleo de materiales baratos como el bolígrafo en tiempos de carestía… Baste con acercarse al balcón en el que los tres centímetros de Hombre pequeño sobre un pedestal «se come» las obras monumentales de Richard Serra.
Como colofón, la última sala, la que se ocupa genuinamente de esta cuestión «de talla», con iconos como Hombre que apunta con el dedo, uno de sus récords en subastas. O las tres figuras que ideó para el que tenía que ser un proyecto más ambicioso para el Chase Manhattan Bank de Nueva York (que por primera vez en mucho tiempo le obligaban a salir del estudio, el de los 23 metros cuadrados). Una de ellas es su ya icono del siglo XX: Hombre que camina (1960). Allí, de nuevo, las amplias estancias del museo bilbaíno no permiten entender la monumentalidad de estas piezas. Sí la de su importancia para la Historia del arte. Nos salva que, ante Giacometti, mirado con los ojos correctos, todos nos sentimos pequeños.
