Lygia Clark. Museo Guggenheim. Bilbao

Lygia Clark antes de Lygia Clark

El Museo Guggenheim de Bilbao bucea en la etapa inicial de esta creadora brasileña en el año de su centenario. Una pionera de la abstracción, y una de las voces más sólidas del siglo XX en Iberoamérica

Retrato de la artista en su estudio de la época que aborda la muestra del Guggenheim

A un buen museo –o a un buen comisario– les corresponde dar a conocer figuras que, por una razón u otra, han quedado sepultadas en la Historia del Arte, pero que merecen ser puestas en valor por su trascendencia. Pero, ¿qué ocurre cuando de lo que se tiene poca constancia es de una etapa determinada de la labor de un artista? Podría pensarse que, si es poco conocida, es porque posiblemente tampoco sea tan destacable (toda trayectoria, inevitablemente, tiene altibajos).

Pero puede suceder –y es el caso que nos ocupa– que ese periodo que cayó en el olvido sean años que dieron pie a esos otros periodos de mucho más relumbrón, momentos en los que se gestó aquello que luego terminó eclipsándolo todo.

En esas se encuentra el Guggenheim de Bilbao con la muestra Lygia Clark. La pintura como campo experimental, la cual se ocupa de los años seminales de la autora brasileña (1920-1988), una de las figuras más relevantes de la plástica mundial y de todo el siglo XX.

«Composición (Composição)» (1953).
Óleo sobre lienzo

Centrarse en sus años de formación, y hacerlo en el aniversario de su centenario, podría ser entendido como una forma de celebrar la efemérides entrando por la puerta de atrás. Pero en el caso de Clark, a la que no vemos en España desde la muestra que en 1997 le dedicara la Fundación Tàpies de Barcelona,  esa década primeriza (de la que luego terminó renegando) condesa algunas de las premisas necesarias para entenderla como la gran creadora que luego fue. Un peaje pictórico y bidimensional que desembocaría en sus proyectos tridimensionales, performánticos y hasta ligados a su actividad psicoanalítica, que la terminó desligando del arte.

«Mi vida incidió profundamente en mi arte, que a su vez modificó completamente mi vida –escribió–. Sería incapaz de separar las dos cosas: están tan entralazadas que nunca sé dónde empieza una y dónde acaba la otra». Lygia Clark nació Lygia Pimentel Lins, en 1920. Su apellido vendría de su matrimonio con el ingeniero Aluízio Clark Ribeiro, con el que tuvo tres hijos y del que se terminaría divorciando en 1953.

La que parecía una vida dedicada a la casa y la familia se verá truncada por el arte, que, para Clark no solo fue «vida», sino hasta «salvación» (y, así, con los años, su labor irá derivando en terapia). El dibujo, desde niña, siempre estuvo ahí, pero una crisis (la primera de muchas posteriores), a comienzos de los años cuarenta, la encaminan por la senda artística.

«Escalera (Escada)», (1951). Óleo sobre lienzo

Diez años son los que recorre la muestra de Bilbao, los que van de 1948, cuando es una creadora prácticamente autodidacta, a 1958, dos años después de impartir una conferencia fundamental, «La pintura como campo experimental», que es la que da título a la muestra, y con la que dejaba claro su deseo de expandir los límites de lo pictórico.

Diez años de una trayectoria de cuarenta, que en el museo bilbaíno se abren y se cierran con dos retratos de la autora en su estudio. Y lo trascendental que para ella fue esta década queda claro en esas dos instantáneas: frente al candor que produce la primera, la seguridad que rezuma la segunda. Nada sería ya igual.

Repasar la biografía de Lygia Clark es constatar buena parte de los avances del arte durante el siglo XX, entroncando además como entronca con otros grandes nombres de la centuria. Así, con el paisajista Roberto Burle Marx y con Zélia Ferreira Salgado comienza a profesionalizar su labor. Ellos le aportaron el cromatismo autóctono, las formas estilizadas y la delimitación de espacios de sus primeras obras, donde la figuración –retratos– y los motivos cotidianos –como su caballete– tendrían aún un gran peso. Como lo tendría el dibujo. Tarsila do Amaral y el Manifesto Antropófago de Oswald de Andrade también comenzarán a pulular por su imaginario.

«Contra relieve (Contra relevo)», de 1959.
Pintura industrial sobre madera

Animada por el arquitecto Marcelo Roberto, viaja a París, gracias a lo cual entra de lleno la abstracción en lo suyo, transformándose en una de sus pioneros desde la periferia. No en vano, allí coincide con autores como Léger o Árpád Szenes. En esa ciudad celebraría su primera exposición. Algunas de las obras en ella presente (también de las figurativas de los inicios), son las que ocupan la primera de las tres salas en las que el Guggenheim delimita el recorrido. Y su manera de presionar el grafito sobre el papel, de generar brillos, recorridos, tiene ya mucho que ver con la performance; de momento, ejecutada solo con la mano.

A su regreso a Brasil, el arte concreto estalla en ese país. Eso la vincula a grupos referentes como Frente y a autores como Hélio Oiticica, Lygia Pape o Willys de Castro. Son años de experimentación, de abandonar el óleo por la pintura industrial, el lienzo por la madera; años de cuestionar la bidimensionalidad: de «descubrir la línea orgánica» y de «romper el marco de la pintura»; de dejar de hacer «pintura para arquitectura» y «convertir la arquitectura en la pintura».

El cromatismo vibrante de estos años, representado en la segunda sala, se convierte en bicromía en la última, donde planos positivos y negativos (algunos de los recogidos en el museo estuvieron presentes en su participación en la Bienal de Venecia de 1968) son ya esculturas en sí mismos, como Contrarrelieve, de 1958, una obra icónica con la que se cierra esta sección, aderezada por la gran importancia del collage.

Uno de los «Bichos» de Clark

Y de ese deseo por convertir la vida en arte, el arte en vida, de abrazar el Neoconcretismo y, por tanto, abjurar de la impersonalización y objetividad de la abstracción, llegaría todo lo que vendría después, y que queda fuera del museo: sus obras se transformaban en organismos vivos, y de ahí sus famosísimos Bichos (esculturas con planchas de metal ensambladas que adoptan las formas que el espectador quiera); Caminando (un obra que le lleva a dar el salto a lo performántico y a cargar las tintas en el acto de crear), sus Trepadores

O aquel accidente automovilístico en 1965 que aporta al arte la condición de sanador, con conceptos como los de cuerpo, trauma o placer pululando por doquier. ¿No les suena a Ernesto Neto? Lógico: él es uno de sus herederos. Hasta llegar al psicoanálisis, junto a Pierre Fédida, y la exploración de la experiencia corporal, que le iría robando cada vez más protagonismo al arte. 

Retrato de la artista en su estudio de la época que aborda la muestra del Guggenheim
Lygia Clark. «La pintura como campo experimental (1948-1958)».  Museo Guggenheim. Bilbao. Avda. Abandoibarra, 2.  Comisaria: Geaninne Gutiérrez-Guimaraes. Hasta septiembre

Texto ampliado del publicado en ABC Cultural el 23 de mayo de 2020

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