Sinfonía de Thomas Struth en imágenes
Primera retrospectiva del Guggenheim-Bilbao a un fotógrafo. El elegido es Thomas Struth, nombre fundamental de la disciplina

Una analogía con la música del propio artista nos abre la mirada para entender su trabajo de forma más amplia. Declara Thomas Struth: «Aprendí más de la música que de las artes plásticas. Siempre me ha interesado la capacidad de improvisar del jazz, difícil de repetir en una toma fotográfica. Además, ¿quién es capaz de sentarse delante de una pintura o una foto durante una hora y media? Con una grabación sí lo haces. Me interesa además cómo la música se recibe en tiempo real, mientras la foto, la obra de arte, supone plasmar un tiempo y un espacio que nos son a priori los que compartes con el receptor».
Quizás por ese amor por la música, Struth define las partes en las que se divide su exposición en el Guggenheim de Bilbao como «movimientos»; movimientos que, en muchos casos, coinciden con las series en las que se ha ido estructurando su trabajo y que, por su naturaleza de fórmulas abiertas (todas, menos la dedicada a los espectadores de los museos, la única que confiesa que no se siente tentado de volver a repetir, aunque también es probablemente la que le haya dado más notiredad), le niegan la posibilidad de definir el resultado como “restrospectiva”, aunque abarque cinco décadas de su carrera: «No es una retrospectiva porque en las tomas más antiguas encuentro intereses y las mismas situaciones que denuncio o pretendo explicar en las últimas de los mismos conjuntos».
Eso restringe las lecturas cronológicas y actualiza mensajes que siempre ha defendido (la inestabilidad de las estructuras sociales o la fragilidad de la existencia), mientras facilita aportarle una “pátina 2019” a otros: sensibilidad hacia los efectos de la globalización, interés por nuestra relación con la Naturaleza, por el uso que realizamos de los espacios públicos…

«Thomas Struth», sin más aditivos, es el mayor repaso hasta la fecha de la labor de uno de los fotógrafos fundamentales de finales del siglo XX y comienzos del XXI. Y más allá de «las referencias» (sus padrinos fueron Gerhard Richter -con el que comenzó en la pintura- y los Becher -con los que se pasó a la foto-) y de la espectacularidad que siempre imprimen las escalas monumentales (no eran así ni mucho menos sus primeros trabajos; lo constata la primera sala de la muestra), esta ambiciosa selección de sus obras invitan a descubrir toda la cocina, el gran trabajo de investigación previo a apretar el obturador de la cámara.
La exposición, que ahora recala en el Guggenheim de Bilbao, procedente de la Haus der Kunst de Múnich, nació hará unos cuatro años, cuando su comisario, Thomas Weski, decidió sumergirse en los archivos del fotógrafo alemán para hacer una buena selección de sus entradas, que crecen hasta 400 en la capital vasca. Su responsible pone el acento no tanto en las preocupaciones que este conjunto ilustra o las temáticas que aborda, como en la aproximación que permiten esos materiales, en principio no museables, pero que dan buena cuenta del palpitar de su propietario. Un compendio de contactos, notas, recortes de prensa, discos que escucha, carteles, facturas o los croquis de las exposiciones, incluida la del Guggenheim.
Asimismo, también quiso su ideológo que pivotara la muestra sobre las tres grandes colaboraciones que Struth ha desarrollado hasta la fecha: dos en vídeo -y con otros creadores- (quizás, en mi opinión, lo menos interesante de todo el conjunto), una junto al artista multimedia Klaus vom Bruch, de 1997, sobre el devenir de las ciudades (Proyecto Berlín); y una segunda, de 2003, junto al guitarrista Frank Bungarten, que analiza la relación profesor-alumno y los procesos de aprendizaje. Y la tercera, para los enfermos del hospital Lindberg de Winterthur, con la que metía en las habitaciones de los pacientes los paisajes a los que los internos no podían volver debido a su encierro.

Este “paquete básico”, se topa en Bilbao con la arquitectura del Guggenheim, lo que requirió de la buena mano de una segunda comisaria: Lucía Agirre. Porque la sinuosa arquitectura del edificio de Frank Gehry (capaz de desquiciar al pausado Struth, que a punto estuvo de abortar operación) impide aquí una de las bases de la muestra en Alemania: Que todas las series pivotaran en torno al archivo, en el centro de la institución, para así poder chequear en todo momento el origen de ideas e influencias. En Bilbao, además, sus vitrinas (con la firma de Chipperfield: echen cuentas de lo que ha costado esta superproducción) se levantan de la horizontal e invaden las paredes. Si Struth accede a mostrar sus contenidos («soy vanidoso, pero no tanto») es porque “acomodan” contenidos (como sus dibujos con 16 años, o sus pinturas con 18) que, de otra manera, tendrían un difícil encaje con sus actuales fotografías high-tech.
Pero no todo son inconvenientes con la nueva disposición. También ha propiciado encuentros más o menos inesperados, hallazgos resultados del alemán de darse un respiro. Por ejemplo, en la primera sala, la que refleja las primeras experimentaciones de un joven Struth con la cámara, permite situar a la misma altura sus arquitecturas (obras de la serie «Lugares inconscientes») con sus «Retratos de familia». Aunque el que más llama la atención es uno de los últimos en llegar, el de los Iglesias, todas estas obras constatan cómo grupos humanos y urbes se organizan siguiendo similares criterios de autoridad.
En la sala contigua, justo donde arrancan las vitrinas del archivo, los responsables de la cita han decidido situar una de sus últimas obras (con lo que principio y fin se juntan): Sala de disecciones. Leibniz (2017). En cierta medida, esta exposición es una disección de su protagonista (y esa sala, casi, casi, su actual taller). A falta sobre todo de autorretratos. El único que se ha realizado hasta la fecha se ubica en la sala dedicada a las «Fotografías de museo», con otra conexión: fue una Iglesias, Cristina Iglesias, la que le facilitó su entrada en el Museo del Prado. Las imágenes resultantes son la primera vez que Struth mira a la cara de los visitantes que retrata, lo que llega a su apogeo en las obras que homenajean el 500 aniversario del David de Miguel Ángel, un encargo de la Galería de la Academia de 2004.

Nos esperan más adelante sus selvas («Nuevas imágenes del Paraíso»), sus obras, en su opinión, más intuitivas, que se contraponen en otra estancia a los paisajes culturales (construidos, artificiales) del conjunto «Naturaleza & Política». También los proyectos colaborativos mencionados o su participación en el proyecto “This place”, en el que junto a otros 10 fotógrafos intentaba plasmar bajo sus parámetros la complejidad del conflicto árabe-isrtaelí.
El último Struth se define obsesionado con la ciencia, eso le lleva a interesarse tanto del Museo del Espacio de la NASA (la serie más efectista, sin más pretensión) como de complejos tecnológicos y laboratorios de investigación. Cuesta entender que en ellos lo que el fotógrafo busca es “el fallo humano”, la improvisación, lo que le separa de su asepsia y perfección analítica. Aquí el montaje vuelve a dar un golpe sobre la mesa, y en el reverso de los paneles que ocupan, imágenes del conjunto «Animals», con ejemplares de animales fallecidos, que nos remiten a la idea de rendirse, de una vida que se sesga y unas inercias que se detienen por completo. Apoteosis final de una muestra excepcional.

Thomas Struth. Museo Guggenheim. Bilbao. Avda. Abandoibarra, 2. Comisarios: Thomas Weski y Lucía Agirre. Organiza: Haus der Kunst de Múnich. Hasta el 19 de enero
Texto ampliado del publicado en ABC Cultural el 2 de noviembre de 2019. Número 1.397